La labor docente no puede desprenderse del constante cuestionamiento de su propia actividad, sobre todo si la educación tiene un enfoque de cambio hacia el futuro. Pensar en la educación como una receta que funciona en todas las generaciones es también encorsetar libertades, creatividades, pensamientos. Por eso es importante que el docente sea capaz de encontrar al estudiante, a partir de un hábito reflexivo, más allá de todo tipo de paradigmas.
En el ámbito educativo nada hay más nocivo que la defensa de un paradigma caduco. Afanados en defender la educación de la que somos el resultado, muchos docentes reinstalamos las formas, repetimos los modismos, las mismas estrategias y comportamientos erróneos que construyeron nuestra identidad académica y cultural y que, hoy por hoy, resultan inmensamente impropias. Pensar, además, en que una generación ha sido mejor que otra porque su enfoque educativo estaba determinado por ciertos valores, y que a partir de ahí los modelos deban repetirse como un espejo, es coartar las pretensiones y libertades de todos los estudiantes que, expectantes de una oportunidad o de un acercamiento, caigan mansamente en el pozo de la desolación y la distancia educativa.
Ya es difícil hoy en día acercarse al estudiante como para dejar de tender puentes. Si no se es partícipe de su narrativa (esa en la que el docente debe ser capaz de comprender los nuevos discursos, los nuevos códigos, incluso saber a qué le dedican más tiempo en su cotidianidad), la barrera de ese encuentro se agranda. Con más razón si la distancia ha sido expandida por una serie de cosas que ha llegado para quedarse: una pandemia mundial, una nueva modalidad educativa que estrecha más el acceso de todos, las nuevas tecnologías que determinan la forma del entretenimiento adolescente, etc.
Una de las taras más usuales en la labor es el hecho de que solemos trabajar sobre la base de ideas definidas, como si en algún punto de nuestra experiencia (o incluso desde antes) hubiésemos construido una estrategia inamovible e incuestionable para ejercer nuestro oficio. Nada más nocivo que la aplicación de una misma estrategia para diversas generaciones, para múltiples formas de pensar o para distintas particularidades personales. La docencia, como la medicina o la ingeniería, trabaja sobre un objeto en constante cambio. La realidad -y su influencia en los estudiantes- es tan inabarcable y cambiante que ninguna teoría puede quedarse preestablecida durante mucho tiempo si se quiere que los resultados sean óptimos o, mínimamente, beneficiosos. Y es ahí donde debe incidir el pensamiento crítico del docente para reflexionar sobre su labor. Esa reflexión, que derivaría en un ejercicio concienzudo y constante, debe ser capaz de operar sobre ese caos que es la dimensión del estudiante, sobreponerse al estado de las cosas que determinan su atención y, antes que todo, enfocar su estrategia en las nuevas maneras de acercarse a ellos.
Pensar en esta labor, en suma, significa que toda reflexión debería servirnos para replantear ciertas concepciones pedagógicas que a lo mejor no están funcionando y que tienen que ver con la relación docente/estudiante todavía sin descubrir. Concepciones que, aunque bien intencionadas, podrían estar nublando la utilización de mejores estrategias de enseñanza. Todos queremos alcanzar el ideal de los aprendizajes en cada uno de nuestros grupos, pero solemos olvidar que las particularidades, muy obvias en su mayoría y sutiles a veces, definen no solo la plenitud de nuestro plan, sino su alcance. Un docente que nunca experimenta la búsqueda de formas nuevas y diferentes para llegar a su clase no puede esperar sino los mismos y desalentadores resultados. Y esta labor reflexiva no puede ni debe quedarse nunca en concepciones estancadas de la realidad.
Es tan evidente que los tiempos cambian, que las formas de enseñanza no pueden ser moldes ni recetas de décadas anteriores, menos sostenerse solo bajo la premisa de que «los tiempos de antes fueron mejores porque la educación era de calidad». Repetir eso es echar por la borda cualquier resquicio de esperanza para el cambio de las sociedades. Por eso, el profesor debe empaparse de las nuevas idiosincrasias, los nuevos códigos, las nuevas formas de pensar, los nuevos estudios más allá de su misma especialidad; todo con la finalidad de establecer un puente comunicativo que le permita poner en marcha la estrategia más adecuada. Resulta más enriquecedor para un estudiante que el profesor se le haga cercano (y que a través de esa proximidad genere la confianza suficiente para trabajar juntos), que uno que se eleve desde una palestra para enseñarle un mundo caduco al que él ya no pertenece. Son el pasado y el presente los que tienen que pensarse; el porvenir se construye a través de esa reflexión.
La simplificación de ese encuentro resulta tan obvia como esclarecedora: siempre se educa para el futuro.
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Autor: Diego Rojas (1990). Profesor Literatura y escritor. Estudió Derecho en la Universidad Nacional del Santa. Escribe en diversas revistas y ha participado en múltiples programas del Ministerio de Cultura del Perú. |
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