Por: Paulo Freire
El derecho a criticar y el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra crítica es un imperativo ético de la más alta importancia en el proceso de aprendizaje de nuestra democracia.
Es preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, por un lado, como esencial para el avance de la práctica y de la reflexión teórica, y por el otro para el crecimiento necesario del sujeto criticado.
De ahí que al ser criticados, por más que no nos guste, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha en forma ética, no tenemos por qué dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición anterior. Asumir la crítica significa, por lo tanto, reconocer que nos convenció parcial o totalmente de que estábamos incurriendo en un error que merecía ser corregido o superado. Esto significa que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros análisis de los hechos y de las cosas, nuestras reflexiones, nuestras propuestas, nuestra comprensión del mundo, nuestra manera de pensar, de hacer política, de sentir la belleza o la fealdad o la injusticia, nada de eso es unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer que es imposible estar en el mundo haciendo cosas, influyendo, interviniendo, sin ser criticado.
Sin embargo, a pesar de la obviedad de lo que acabo de decir, o sea, de que es imposible agradar a griegos y troyanos, quien hace algo tiene que ejercer la humildad incluso antes de empezar a aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida en forma auténtica, la humildad calma, apacigua los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.
Por otra parte, no es posible ejercer el derecho a criticar, en términos construidos, pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son observados, restan validez y eficacia a la crítica. Deberes en relación con el autor que criticamos y deberes en relación con los lectores de nuestro texto crítico. Y en el fondo también deberes con nosotros mismos.
El primero de ellos es no mentir. No mentir acerca de lo que se critica, no mentir a los lectores ni a nosotros mismos. Podemos equivocarnos, podemos errar. Mentir, nunca.
Otro deber es el de procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica del pensamiento de A o de B en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí e investigué de su pensamiento. Es claro que para criticar positiva o negativamente el pensamiento de A o de B también es importante saber lo que dicen de ellos otros autores. Pero no basta con eso.
La exigencia de conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos guste o nos disguste la persona cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo criticar un texto que ni siquiera leí con base únicamente en la rabia que tengo al autor o la autora, o porque José y María me dijeron que el autor del texto es espontaneísta? No cabe duda de que tenemos derecho a tenerle rabia a algunas personas. También es obvio. Pero el derecho que tengo de tenerle rabia a María o a José no se hace extensivo al derecho de mentir acerca de él o de ella. No puedo decir, por ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una mentira histórica. Nunca ha habido ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo eso de José y María, subrayando por lo tanto su error, sin probar que ellos realmente hicieron esa afirmación, miento en relación con José y María, miento en relación conmigo mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se construye falseando la verdad.
Si mi antipatía por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los límites, que me imposibilita o al menos me dificulta leerlos, debo obligarme a una posición de silencio respecto de lo que escriben. Y además debo criticarme por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no puedo es aumentar la fila de los que hablan por hablar, por lo que oyeron decir, y a veces incluso sin ningún rechazo afectivo por el criticado. Por el contrario, de los que incluso se dicen amigos del intelectual criticado pero se han grabado, como clisés inmutables, frases hechas que repiten con aires de inmensa sabiduría. Insisto en que su falla no está en el hecho de criticar a un amigo. No es ningún pecado criticar a un amigo, siempre que lo hagamos con ética.
Cierta vez leí, en un texto crítico sobre un trabajo mío, que soy poco riguroso en el tratamiento de los temas. En cierto momento, por una razón que no recuerdo, el crítico citaba un fragmento de la Pedagogía del oprimido con un error lamentable que había venido repitiéndose en varias reimpresiones: «la invasión de la praxis» en lugar de «la inversión de la praxis». Me asombró que un intelectual que sorprende una falta de rigor en otro no percibiera con qué poco rigor obraba al citar semejante frase sin sentido: «la invasión de la praxis». Y no como prueba de mi falta de rigor.
Carente de rigor, ese intelectual subraya el poco rigor del otro.
El derecho a la crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá del saber en torno al objeto directo de la crítica. Saber indispensable para el rigor del crítico.
Otro deber ético de quien critica es dejar claro a sus lectores si su crítica abarca sólo un texto del criticado o su obra completa, su pensamiento.
Si el autor criticado ha escrito varias obras, al criticar una de ellas no podemos decir que estamos criticando la totalidad de su pensamiento, a no ser que conociendo la totalidad nos convenzamos de ello. Reitero: lo que no es posible es leer un texto entre diez y extender la crítica de éste a los nueve restantes, sin antes analizarlos rigurosamente.
La ética del trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de actuar con liviandad en la apreciación del trabajo de los demás. Como ya dije, puedo errar, puedo equivocarme o confundirme en mi análisis, pero no puedo distorsionar el pensamiento que estudio y crítico. No puedo decir que el autor que critico dijo Y si dijo M y yo sé que dijo M.
No puedo criticar por pura envidia, por pura rabia o simplemente para hacerme presente.
Es inadmisible que entre intelectuales de buen nivel escuchemos afirmaciones como ésta:
—¿Ya leíste un trabajo reciente de ese autor a quien criticas tan duramente?
—No, y odio a quien lo leyó.
Este discurso niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor aún: este discurso no contribuye en nada a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas de ese intelectual.
Recientemente oí a una educanda contar en tono sufrido cuánto la había decepcionado escuchar de un profesor en quien confiaba referencias críticas a cierto intelectual basadas en «me dijeron» y en «es lo que se dice».
Los profesores no enseñamos únicamente los contenidos. A través de la enseñanza de los contenidos enseñamos a pensar críticamente, si somos progresistas, y por eso mismo para nosotros enseñar no es depositar paquetes en la conciencia vacía de los educandos.
Nuestro testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos a autores con los que no estamos de acuerdo o sí estamos de acuerdo, o por el contrario nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los ternas y de los autores, todo esto puede interferir negativa o positivamente en la formación permanente de los educandos.
Hace años oí a un estudiante brasileño que estaba haciendo un doctorado en París decir lo siguiente: “Recientemente aprendí la significación profunda de las citas. Estaba discutiendo con mi orientador un pequeño texto en el que citaba yo a MerleauPonty. El profesor me detuvo con un gesto y me planteó dos preguntas:
»—¿Leíste por lo menos el capítulo entero del que tomaste la cita?
»—¿Estás seguro de que necesitas hacer esa cita?
»En realidad —dijo mi amigo—, yo no había leído a Merleau-Ponty. Desafiado por las preguntas del orientador, fui a ver su texto, revisé el mío, y percibí que la cita era innecesaria».
Citar, realmente, no puede ser pura exhibición intelectual ni remedio para la inseguridad. Por ejemplo, leer un libro en la traducción brasileña porque no dominamos la lengua materna del autor, pero citarlo en su lengua original, es un procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no puede ser un artificio para alargar nuestro texto con retazos de textos de otros.
Creo que es urgente entre nosotros superar este mal hábito, que es en el fondo un testimonio deformante, de criticar, minimizar a un autor, imputarle afirmaciones que nunca hizo o distorsionar las que realmente hizo. En cierto momento del proceso los críticos se apoyan tan sólo en lo que oyen, y no en lo que leen o investigan.
La crítica fácil, ligera, se extiende irresponsable y no es raro que se pierda en el tiempo. De repente se oye todavía, de alguno de esos críticos perdidos en el tiempo, como presencias fantasmales, que Freire es idealista. Que la concientización en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No leyeron un texto de 1970 en que examino detenidamente ese problema, otro de 1974, ambos publicados por la Editora Paz e Terra en 1975, en Ação cultural para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de entrevistas, de libros dialógicos publicados en los años ochenta y, más recientemente, la Pedagogía de la esperanza, un reencuentro con la Pedagogía del oprimido, publicada hace poco. Tampoco leyeron A educação na cidade, publicada por Cortez en diciembre de 1991.
No es que crea que todos deben leerme. ¡No! Pero sí los que, por criticarme, no pueden esquivar la lectura de lo que critican.
El derecho incontestable de criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.
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