Profesores de Universidad explican cómo se prepararon para impartir sus clases, en la mayoría de casos, de forma autodidacta. “Dar tu primera clase produce mucho vértigo, yo al menos estaba como un flan”, recuerda Segundo Píriz, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE).
Tenía 23 años y acababa de licenciarse en Veterinaria. Nadie lo había preparado para enseñar durante su formación inicial. “Mi carrera está muy dirigida al mundo laboral”, reconoce. Ni siquiera se había planteado ser docente. Pero en 1986 lo llamaron de la recién formada Universidad de Extremadura, de la que ahora, por cierto, es rector. Necesitaban jóvenes egresados que iniciaran el doctorado mientras se incorporaban al claustro. Aprendió mucho de su director de tesis, Santiago Vadillo, y asegura que poco a poco fue mejorando. “A partir del cuarto o quinto año te sientes más seguro, dominas la materia y comienzas a explicar de otra manera”, dice.
Píriz, cuya formación como docente fue autodidacta, cree que, actualmente, las universidades se esfuerzan por ofrecer más posibilidades en este terreno a sus profesores. “Nos preocupamos por cuestiones que antes no se tenían en cuenta, como hablar en público o la movilidad, que es importante porque te abre la mente; en mi época no se movía nadie”, admite.
“En la Universidad (en todo el mundo), la formación específica para docentes es ocasional y voluntaria”, interviene Julio Carabaña, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense (UCM). “Yo estoy en la Facultad de Educación, donde algunos se sienten obligados a cubrir las apariencias. Pero en la Universidad lo importante son los conocimientos”, afirma. “Son los alumnos los que deben estudiar y aprender. La función del profesor es: a) decirles qué y dónde, y b) explicarles lo que no entiendan”. No lo es “motivar ni hacer atractivos los contenidos. Aunque, claro, está muy bien si además lo hace”, concluye.
El experto en educación detecta que antes de que existiera la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) “nos formábamos recibiendo clases, haciendo una tesis, dando clases y opositando, para lo cual es condición imprescindible estudiar”; además, “importaba menos dónde y cómo hubieras hecho la tesis y hubieras aprendido lo que sabías”. Mientras que ahora, “en vez de oposiciones, se intenta publicar, con lo hay que investigar más y se tiene menos tiempo para estudiar”; y “todo el mundo colecciona másteres, estancias, cursos… A cambio, no hay controles sobre lo aprendido”, comenta. Carabaña se licenció en Filosofía y Letras, dio clase un año en Valencia y estudió Sociología en Colonia y Berlín durante tres años. Es doctor, como la mayoría de quienes enseñan en la Universidad española, que lo son o están en proceso de serlo. Aprendió de sus profesores y comentando con sus compañeros; algo le ayudaron también, según apostilla, los cuestionarios a los alumnos que pasó un tiempo la UCM. Pero “no he conocido a nadie que haya podido enseñarme a dar clase”, sentencia.
Un doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación convertido en director del Centro de Educación y Nuevas Tecnologías (CENT) de la Universidad Jaume I (UJI) en Castellón. Es Jordi Adell, que recuerda que en sus comienzos Internet solo estaba al alcance de los centros de investigación. “Aprendí como todo el mundo, imagino, leyendo manuales, hablando, buscando información, asistiendo a jornadas… Cursos reglados hice muy pocos”.
Cree que ahora las TIC son más tenidas en cuenta en la formación inicial, que hay un mayor esfuerzo en formar en este campo, aunque muchas veces las iniciativas chocan con la rigidez de la institución. “La probabilidad de que la Universidad asuma una herramienta TIC es inversamente proporcional a lo que esa herramienta puede cambiar los modos de hacer las cosas. Los campus virtuales, por ejemplo, reproducen la estructura de la Universidad, así que bien; las redes sociales se la cargan, por lo que son difícilmente asumidas”, describe.
Manuel Gértrudix reconoce que ha sido “un aprendizaje informal” el que lo ha llevado a ser director académico del Centro de Innovación en Educación Digital de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid (URJC). “Investigando, probando, cacharreando”. Aunque defiende la educación formal porque ayuda “a formar conceptos y a generar ciertas rutinas necesarias”. Profesor de solfeo en Secundaria primero, fue la música la que lo empujó hacia la tecnología. Trabajó en el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (CNICE) entre 2001 y 2007, y de allí pasó a la URJC, donde es doctor en comunicación audiovisual. Dice que la propia tecnología le ha permitido compartir información y disfrutar de un aprendizaje en grupo, colaborativo y en constante revisión y búsqueda de lo que hacen otros. “No puedes pensar que lo que has aprendido es para siempre”.
Proceso de imitación
“Aprender a enseñar es un proceso de imitación; el problema es que la docencia se plantea de manera unidireccional: el profesor explica, el alumno recibe la información”, tercia Rafael Feito, doctor en Sociología por la UCM. Hizo el CAP (el antiguo Certificado de Aptitud Pedagógica), que califica de pérdida de tiempo; tampoco cree que el máster que lo sustituye haya mejorado demasiado las cosas. “Yo he aprendido a ganarme al público en las conferencias fuera de la Universidad, con ciudadanos que, si se aburren, se marchan”, comenta.
“Este año imparto una asignatura de sociología en inglés, y ahí sí he visto más preocupación sobre cómo implicar al alumnado, gestionar discusiones en grupo, búsquedas en Internet”, añade. Pero en general, si un docente aburre, no pasa nada. “Hay una web, Patatabrava, donde los estudiantes valoran a sus profesores. Si es un rollo. Si no hace falta ir a clase para aprobar. Si con los apuntes ya vale. No sé si será muy representativo, pero me parece preocupante”, concluye.
Este contenido ha sido publicado originalmente por El País en la siguiente dirección: economia.elpais.com