El tema de la evaluación magisterial mantiene el desencuentro entre las autoridades educativas y maestros que consideran laboral, y no educativa, la reforma promovida por la actual administración federal.
La reforma incluye otros aspectos también de sobrada importancia, como los contenidos mismos y la infraestructura; sin embargo, el punto de quiebre está en las formas y consecuencias de la evaluación del desempeño.
Sin lugar a dudas el trabajo de los maestros es elemento básico y del que dependen las cifras y estadísticas, pero lo de verdad relevante es que depende el futuro de millones de alumnos y de nuestro propio país; del aula surgen y ahí se fraguan los éxitos que obtienen los estudiantes, las escuelas, la nación, lo mismo que los índices de reprobación y de abandono. Sueños y frustraciones tienen origen en el quehacer magisterial.
Como bien dice Ken Robinson, ciertamente hay muchos profesores muy buenos y no pocos brillantes, pero de igual manera “es evidente que algunos deberían estar haciendo otra cosa y lo más lejos posible de las mentes jóvenes”. Y de sus cuerpos también, cabría agregar.
Por eso, hay voces que se pronuncian por la evaluación de maestros y directivos… y evaluación “amplia y a fondo”, señalan, no solamente en términos académicos.
Quizá no sea necesario recordar que la inmensa mayoría tenemos hijos o nietos, hermanos o sobrinos, alguien de nuestro entorno, que está en la escuela, en básica o media superior. Que ese alguien tiene contacto permanente con uno o varios maestros prácticamente más que con nosotros, pues pasa la mayor parte del día en los espacios escolares, así que está sujeto no sólo a la autoridad sino a la influencia y en ocasiones al dominio del maestro. A su cuidado también.
En el caso de los papás, es evidente que con todo derecho procuran la escuela ideal para sus hijos: la de más prestigio, donde “sí enseñan bien”, donde hay un buen ambiente, grato y seguro, y hasta aquella donde “los maestros no faltan, y qué bueno porque luego dónde dejo a los niños”.
Y si además de papás son maestros éticos, profesionales, preparados, dispuestos, innovadores, responsables, respetuosos, empáticos: ¿no es lo que a su vez esperan de aquellos en quienes confían la educación de los suyos?
Como contribuyentes, como empleadores, como usuarios de un servicio público, ¿no estamos en posición de demandar, porque merecemos, un mínimo de calidad?
En este sentido, hay quienes plantean que, más allá de la Reforma Educativa, la evaluación debe ser una práctica constante, y, como se apunta líneas arriba, no únicamente en cuanto a conocimientos. El buen desempeño tiene qué ver también con la forma en la que el maestro se relaciona con el alumno, lo cual por supuesto es crucial.
Para el caso hasta equiparan de alguna manera las competencias o habilidades socioemocionales con los valores y hasta con las virtudes.
Argumentan que, si en no pocas instituciones se solicita a los maestros un certificado de buena salud física, no estaría por demás también una evaluación de buena salud mental, sicológica; la opinión es compartida incluso por trabajadores de la educación que han sufrido atropellos de directivos.
La OMS define salud mental como “Un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”.
Desde luego no se trata de incurrir en posturas maniqueas como las que exigen la hoguera para una institución y todos sus integrantes por las faltas de unos o muchos de sus integrantes (¿cuántos son pocos? ¿cuántos son muchos?), como ocurre hacia la Iglesia Católica. Así mismo mal haríamos en señalar a todos los maestros porque algunos fallan, pero…
Muchos padres de familia afirman que podrían comprender y aceptar que un maestro “no le enseñe” matemáticas o español o inglés a sus hijos, es decir, tolerarían la incompetencia profesional, pero no le perdonarían que ejerciera o permitiera ejercer sobre los chicos algún tipo de violencia.
Lamentablemente la violencia está presente en las escuelas, y en formas mucho más diversas de lo que imaginamos, incluyendo la económica. Lo peor es que no siempre hay personal e instancias adecuadas para atender estas situaciones y dar respuestas efectivas e inmediatas.
En internet abundan las historias documentadas sobre casos en que los alumnos resultan víctimas de los problemas personales, traumas y frustraciones de maestros. Sí, claro, en China, en Japón, en India… ¿Nada más allá?
Es seguro que usted se dio cuenta de que, en días pasados, en Durango (México), ocho alumnas de secundaria aparentemente intentaron un suicidio colectivo, y justo en horas de clase. Para no entrar en detalle, diremos que la madre de una de ellas se quejó de que la directora del plantel tuvo una actitud desconcertante, pues se comportó de una manera déspota y hasta la echó de la escuela cuando acudió a consultarle sobre los hechos.
También en fecha reciente, los medios dieron a conocer el caso de un maestro de primaria, en Jalisco (México), que reprobó a una alumna para poder mantenerla bajo control y seguir abusando sexualmente de ella. Aquí y allá hay casos.
Pero no solamente acontece en el nivel básico; una encuesta aplicada a alumnos de media superior reveló que la práctica de la violencia docente hacia los alumnos sigue presente, al menos en cuatro tipos: física, simbólica, verbal y psicológica (Ceja, Cervantes y Ramírez, 2011). Los autores explican la agresión y violencia a partir de diez teorías catalogadas en dos clases: las teorías activas o innatistas, y las teorías reactivas o ambientales.
Añaden que según “resultados relacionados con los primeros años escolares: 42% de los hombres y 24% de las mujeres tuvieron una experiencia física de violencia de parte de algún maestro”. Y si se suman los que además señalan haber sido violentados de manera verbal, simbólica y psicológica, “el panorama se ennegrece aún más”.
En ello no hay distinciones entre instituciones públicas y privadas. Si quienes, a juzgar por sus creencias y prédicas, están más obligados a mantener una conducta moral, a “portarse bien”, pero muchas veces fallan, qué se podría esperar de los simples mortales.
Tenemos claro que la violencia no solamente impacta en el rendimiento escolar, sino que influye decisivamente en la vida presente y futura de los alumnos; en su autoestima y estado de ánimo.
Por fortuna, son mayoría inmensa los docentes buenos, en el sentido de aptitud y actitud, de competencia y bondad; con vocación y pasión; con habilidades socioemocionales innatas, con todas las cualidades y capacidades, conocimientos y conducta de un maestro en el sentido integral del concepto, que sin duda enfrentarían sin temor cualquier evaluación, seguros de que no necesitan tres oportunidades para superarla con éxito; que tienen claro que, así como el matrimonio no se agota en la ceremonia nupcial, la profesión magisterial no termina cuando se cuelga de la pared el título y se lleva la cédula a la cartera, sino que es una vocación que hay que confirmar y alimentar todos los días, y desde luego actuar en consecuencia.
REFERENCIA:
- Ceja, S., Cervantes, N., Ramírez, L. (Dic. 2011). Estudio de la violencia que el maestro de educación media superior ejerce sobre sus alumnos, como factor de desmotivación académica. Revista electrónica Méthodos. Recuperado de: https://revistas-colaboracion.juridicas.unam.mx [Consulta: 01/sep/2017].
- Ley General del Servicio Profesional Docente. Diario Oficial de la Federación 11 de septiembre de 2013 http://www.dof.gob.mx [Consulta: 01/sep/2017]
- OMS. (Dic. 2013) Salud mental: un estado de bienestar http://www.who.int
Autor: Javier García |
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