Después de varios años asistiendo a retiros espirituales, pidiéndole a Jesús que me ayudara a tener dinero y hacerme rico, me sentía decepcionado por su ausencia. El no aparecía en mi vida para ayudarme. El crepúsculo me acusaba por mi soledad.
Se marchaba el añejo sábado y llegaba el joven domingo. Esa resplandecida noche, a la una de la madrugada, Jesús se apareció ante mí, en mi propia casa, en mi propia habitación.
– ¡Jesús!, ¿Qué haces aquí? – exclamé admirado -, y de súbito emergieron de mis labios varias preguntas como si fueran estrellas escapadas de la noche: ¿Cómo descendiste hasta acá?
– Vine a ayudarte, hijo – me dijo con dúctil y sosegada voz, al parecer salida de una afligida nube -. ¿No eres tú quien me ha estado llamando durante todos estos años?
– ¿Y por qué tardaste tanto en venir? – le reclamé encolerizado -, ¡pensé que ya no vendrías!
– Pues, heme aquí – objetó.
– Además, jamás imaginé que te presentarías en persona en mi propia casa, en mi propia habitación – le dije incrédulo. ¿Por dónde entraste?, la puerta está cerrada. ¿Alguien te vio llegar? – le pregunté un poco enojado por su tardanza y a la vez atónito por su impresionante presencia ante mí.
– No te preocupes hijo – me dijo para tranquilizarme – , nadie me vio entrar y nadie me verá. Te lo aseguro. – Él estaba seguro que sólo yo tenía en ese maravilloso momento el privilegio de verlo y conversar con Él -. ¿Qué necesitas de mí? – me dijo complaciente y con espíritu de servidor.
– Quiero que me muestres el camino para obtener mucho dinero – manifesté al instante y sin hacer ninguna pausa, quizá por la ansiedad que me invadía.
– ¿Y para qué quieres mucho dinero? – me preguntó extrañado. Quien busca la plata, jamás estará satisfecho con ella.
– Para ser rico. Quiero ser rico – le dije mostrando una extraordinaria convicción en mis deseos y aspiraciones de hacerme rico.
– ¿Y para qué quieres ser rico? – preguntó otra vez muy extrañado.
– Para tener mucho dinero – respondí.
– ¿….?. Jesús hizo un gesto de asombro y confusión a la vez que me dejó un poco preocupado con lo que me dijo: No me agradan tus pensamientos hijo.
– Pero, ¿por qué Jesús?, ¿qué tiene de malo poseer mucho dinero?, ¿qué tiene de malo que desee ser rico y ser feliz con mi dinero? – repliqué confundido por su actitud.
– No te esfuerces en hacerte rico; hijo mío, deja de preocuparte por eso – me dijo con una increíble tranquilidad -, si te fijas bien, verás que no hay riquezas; de pronto se van volando, como águilas, como si les hubieran salido alas. Y además, los mejores placeres son gratis.
A pesar de sus argumentos yo insistí con la fuerza de mis deseos, y al ver mi intransigencia me dijo:
– Dime una cosa, hijo, cuando mi padre te llame a cumplir otra misión en otro mundo, ¿a dónde te gustaría ir?, ¿al cielo, o al infierno? – preguntó pretendiendo demostrarme algo.
– Por supuesto que al cielo – le dije preocupado.
– Recuerda que más fácil entra un camello por el ojo de una aguja, que un rico en el reino de los cielos – me argumentó con una fuerza en sus palabras que las paredes de la habitación se estremecieron cual montaña sumergida en un peligroso volcán.
Seguidamente, sin esperar apenas a que Él hiciera su segunda reflexión, le lancé una ráfaga de preguntas que engalanaron su adorable cuerpo de incertidumbre:
– ¿Entonces si soy rico iré al infierno? ¿Todas las personas que tienen mucho dinero van al infierno? ¿No podré nunca jamás en mi vida ser exitoso?
– ¡Cuánta confusión hay en tu mente hijo mío! – me dijo con rostro de preocupación. No es lo mismo tener dinero y ser rico, que ser exitoso. Una persona puede ser rica y tener mucho dinero, y sin embargo no tener éxito en su vida.
– ¿Quiere eso decir que una persona puede ser exitosa sin ser rica?, ¿Se puede ser exitoso sin tener mucho dinero? – le dije manifestando interés en el tema.
– Así mismo es, hijo mío, todo depende de tus pensamientos, de tu mente, de las ideas que tengas acerca del éxito. Tener dinero no es una condición para alcanzar el éxito – puntualizó. Las cosas materiales de la vida no son las que te definen como una persona exitosa – añadió -, si miras a tu alrededor te darás cuenta que los mayores placeres de la vida son gratis: el amor, los amigos, los hijos, los nietos, el amanecer, el anochecer, el viento, el mar, la luz, los árboles, una puesta de sol, la luna, las estrellas, los niños, el gusto, el tacto, el olfato, la vista, el oído, el sexo, la salud, las flores, la lluvia, e incluso la propia vida es gratis.
Mientras Él exponía sus argumentos, yo fruncía el ceño cual niño privado de un delicioso helado o de su juguete preferido. En ese momento recordé la siguiente anécdota:
Una vez un hombre millonario llevó a su hijo a un viaje por el campo con el firme propósito de que éste viera cuán pobre era la gente del campo, que comprendiera el valor de las cosas y lo afortunado que eran ellos.
Estuvieron durante todo un día y una noche completa en una granja de una familia muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a la casa el padre millonario le preguntó a su hijo: ¿Qué aprendiste en el viaje? ¿Viste cuán pobre y necesitada puede ser la gente?
¡Sí!, Respondió el hijo. Observé que nosotros tenemos un perro en casa y ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina de 25 metros y ellos tienen un riachuelo interminable. Nosotros tenemos lámparas importadas en el patio y ellos tienen las estrellas. Nuestro patio se limita por muros y el de ellos tiene todo un horizonte. Especialmente papá, ellos tienen tiempo para conversar y vivir en familia, en cambio, tú y mamá tienen que trabajar todo el tiempo y casi nunca los veo. Gracias papá por enseñarme lo rico que podríamos llegar a ser.
Jesús hizo un comentario muy interesante acerca de la anécdota:
– El autor de este cuento quiso expresarnos con una elocuente profundidad que la verdadera riqueza no está en el dinero, sino en estar desprendido de lo material, en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas. Por eso hay pobres que realmente son ricos y al revés. Si no eres egoísta, Alexander, pon tu empeño en despreciar las riquezas, con el mismo empeño que ponen la mayoría de las personas del mundo en poseerlas.
Cuando terminó de hablar le repliqué diciendo:
– ¿Y de qué manera se puede ser exitoso sin tener dinero?
– A eso precisamente vine, hijo, a aclararte en siete días esa confusión que tienes en tu mente.
– ¿Entonces me convertirás en una persona exitosa? – le pregunté mostrando más regocijo que las flores cuando saborean la lluvia.
– Eso no es posible, hijo – me dijo con firmeza.
– ¿Cómo que no es posible? – le dije extrañado por su afirmación tan inequívoca -, quiero un milagro de ti y tú sí puedes concedérmelo, quiero ser exitoso.
– Eso no es posible, hijo – repitió con una fuerza en sus palabras, capaz de arrancar de raíz un árbol frondoso.
– Tú todo lo puedes, Jesús, para ti no hay nada imposible. ¿Cómo es posible que no puedas convertirme en una persona exitosa?
– Durante siete días hablaré contigo para aclararte algunos errores que tienes en tu concepción sobre el éxito.
– Tu palabra es fuerza Jesús, y tu voluntad es realidad, si lo deseas y lo dices, entonces yo seré una persona exitosa – le dije con la convicción de que accedería a mi petición.
– ¿Sabes qué es el éxito? – me preguntó insinuando mi ignorancia al respecto -, para ser exitoso debes saber primero qué es el éxito – acentuó para demostrarme que yo quería algo sobre lo que no sabía ni su definición.
– No – respondí apesadumbrado.
– Antes de averiguar cómo convertirte en una persona exitosa, debes analizar qué es el éxito – dijo enojado -, porque si no sabes que es el éxito, es difícil saber cómo alcanzarlo.
En ese momento pensé: ¿Cómo definir el éxito?
Recordé que A. E. Housman dijo: “No podría definir la poesía mejor de lo que un perro definiría a un ratón, pero los dos reconocemos el objeto por los síntomas que produce en nosotros”.
Pensé que lo mismo ocurre con la belleza, con la calidad, con el amor, que son conceptos muy abstractos y subjetivos. Y, por supuesto, lo mismo ocurre con el éxito y la felicidad.
– Cuando estamos en presencia del éxito y la felicidad, lo sabemos, los sentimos, pues algo dentro de nosotros lo reconoce – le dije perceptiblemente contento a Jesús.
– Sí, eso es cierto – dijo -, pero…trata de definir estos conceptos.
– ¿…..?. No, Jesús – le dije con una manifiesta impotencia -, no soy capaz de definirlos.
Autor: Alexander Ortiz Ocaña, ciudadano cubano-colombiano. Universidad del Magdalena Santa Marta, Colombia Doctor en Ciencias Pedagógicas, Universidad Pedagógica de Holguín, Cuba. Doctor Honoris Causa en Iberoamérica, Consejo Iberoamericano en Honor a la Calidad Educativa (CIHCE), Lima. Perú. Magíster en Gestión Educativa en Iberoamérica, CIHCE, Lima, Perú. Magíster en Pedagogía Profesional, Universidad Pedagógica y Tecnológica de la Habana. Licenciado en Educación. Correo electrónico: [email protected] / [email protected] |
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