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¡Las políticas educativas se escriben desde el escritorio de turno, pero se sufren en las aulas!

«Las políticas educativas se escriben desde el escritorio de turno, pero se sufren en las aulas». Esta afirmación, que resuena en muchos docentes, no es una queja vacía: es un diagnóstico certero de una problemática estructural que se arrastra desde hace décadas en nuestros sistemas educativos. Y lo más alarmante: se repite cíclicamente como si nadie aprendiera de los errores del pasado.

La política educativa como experimento ideológico

A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, la educación ha sido una de las áreas más intervenidas por los gobiernos, pero no necesariamente con una visión pedagógica de largo plazo, sino con fines ideológicos, propagandísticos o electoralistas.

Un ejemplo emblemático es el caso de Argentina, donde a lo largo de las últimas cuatro décadas se han implementado al menos ocho reformas educativas de gran alcance, muchas de las cuales fueron revertidas por la administración siguiente. Lo mismo ha ocurrido en otros países de la región como México, Chile, Colombia o Perú, donde los planes de estudio, los enfoques evaluativos y hasta la formación docente han sido modificados en función de intereses políticos, no necesariamente pedagógicos.

En España, la LOE, la LOMCE, la LOMLOE y sus predecesoras reflejan cómo los cambios de gobierno implican automáticamente un viraje en la política educativa, sin que los docentes —ni los estudiantes— tengan tiempo real de adaptarse o evaluar el impacto de lo anterior.

El docente como chivo expiatorio

Y cuando los resultados no llegan, cuando las pruebas estandarizadas muestran déficits de aprendizaje o abandono escolar, el primer blanco es el mismo de siempre: el maestro. Como si el docente hubiera redactado las bases curriculares, diseñado los tiempos de implementación o aprobado los recortes presupuestarios.

La OCDE, en su informe “Talento Docente en América Latina” (2020), advierte que muchos países de la región asignan responsabilidades a los docentes que van más allá de su función educativa, sin brindarles la formación ni los recursos necesarios. Y aún así, se los evalúa como si el contexto fuera ideal.

Un bucle interminable

La pregunta es inevitable: ¿cuál es el fin de este bucle? ¿Cuántas reformas más serán necesarias para entender que el problema no está en el aula, sino en los escritorios donde se diseñan las políticas sin haber pisado jamás un aula con treinta estudiantes mirándote a los ojos?

Mientras no se construyan políticas educativas con los docentes y no para los docentes, el sistema seguirá repitiéndose: reformas vacías, discursos grandilocuentes, promesas de cambio… y el mismo abandono de siempre.

El drama es profundo. Porque quien redacta las reformas no enfrenta las consecuencias de su fracaso. Las enfrenta el docente, muchas veces con su salud mental y física. Y más grave aún: lo enfrenta el estudiante, con su futuro comprometido.

¿Qué se necesita?

Lo que se necesita no es más retórica, ni una nueva reforma que reemplace a la anterior sin evaluar sus resultados. Se necesita una política educativa con visión de Estado, no de gobierno. Esto significa pensar la educación como un proyecto nacional a largo plazo, con metas comunes que trasciendan los períodos electorales y no dependan del color político de turno. La educación no puede seguir siendo una prenda de cambio ni una estrategia de marketing partidario. Debe ser un compromiso estructural y sostenido.

Una política de Estado en educación debe construirse desde el diálogo real y permanente con quienes conocen el aula desde adentro: docentes, directivos, equipos técnicos, estudiantes, familias. No se puede planificar educación desde escritorios impolutos o desde organismos que jamás han enfrentado las complejidades cotidianas de una escuela diversa, fragmentada y con múltiples desafíos sociales.

Además, es urgente garantizar:

  • Formación docente continua y de calidad, accesible y conectada con la práctica real, no con modas pedagógicas o imposiciones teóricas sin sustento.
  • Inversión sostenida y equitativa, no solo en infraestructura, sino también en recursos didácticos, tiempo profesional para planificar, y condiciones laborales dignas para enseñar y aprender.
  • Estabilidad en las políticas educativas, que permita a las escuelas adaptarse, evaluar, mejorar, y no vivir en estado de reforma permanente.

Una posible solución lógica y política

Una salida razonable es la creación de un Consejo Nacional o Estatal de Política Educativa, con carácter autónomo, multisectorial y vinculante, compuesto por representantes de todos los actores del sistema: docentes elegidos por sus pares, especialistas en educación de diversas corrientes, estudiantes, apoderados, universidades, y representantes del Estado. Este consejo debería tener la atribución de establecer los lineamientos estratégicos a largo plazo (por ejemplo, a 15 o 20 años), que los gobiernos de turno puedan gestionar, pero no modificar arbitrariamente.

Este modelo ya ha sido probado, en parte, en países como Finlandia o Uruguay, donde se han implementado acuerdos nacionales en educación que trascienden el corto plazo y garantizan continuidad. En lugar de imponer cambios desde arriba, se construye desde el consenso técnico y pedagógico, respetando los tiempos del aprendizaje y los procesos de implementación realistas.

Si queremos que el bucle se detenga, si de verdad nos importa el futuro de nuestros estudiantes y la salud de nuestros docentes, la educación debe dejar de ser un campo de batalla ideológico y convertirse en un proyecto colectivo, plural, respetuoso y técnicamente sólido.

Ese día, y solo ese día, comenzará el verdadero fin del bucle.

REDACCIÓN WEB DEL MAESTRO CMF 



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