Maestros al servicio de la educación

[Carlos de la Hoz] ¿Qué tanto debe usted a los libros?

“¿Qué tanto debe usted a los libros?” Encontré el interrogante que le sirve de título a esta nota el otro día, por casualidad, en las páginas de una revista de variedades. A propósito de la celebración del Día del Idioma, del Libro y del Bibliotecario, se lo planteaban a un grupo variopinto de personas de esas que se suele englobar bajo la etiqueta “personalidades importantes de país”: políticos, funcionarios de altos cargos públicos, grandes empresarios, personajes de la farándula, entre otros. Ninguna madre cabeza de familia, ningún maestro de escuela, ningún escritor. Había unas respuestas muy lúcidas y sugerentes y otras que dejaban entrever una relación más bien utilitarista con los libros. Todas ellas, sin embargo, me llevaron a tener dicho interrogante dándome vueltas en la cabeza por mucho tiempo y con ganas de responderlo, aunque no me lo hubieran planteado a mí (¿y cómo iban a hacerlo si no califico como “personalidad importante del país”?).

Así que traerlo a cuento ahora, con ocasión de la fecha que lo propició, fue como encender un fósforo en el oscuro y siempre enigmático túnel de la memoria: de inmediato me sentí transportado a mis años de infancia, época en la que tuve el primer contacto con esos objetos reveladores a los que hace mención la pregunta: los libros.

Recordé, entonces, que por aquel tiempo mi “biblioteca” estaba conformada por un único volumen: un diccionario hermosamente ilustrado a cuya paciente y minuciosa lectura me entregaba con fervor y delectación todas las tardes de todos los días en que habité la casa de mis abuelos, donde se albergaron mis sueños infantiles. Recordé también –¿cómo no hacerlo, si ese hecho ha venido a significar tanto en mi vida de maestro de escuela y de contador de historias? – que estaba empeñado en saber de memoria las palabras de aquel libro, y para ello había dispuesto que, a razón de diez diarias, al cabo de un par de años aprendería sus páginas completas.

Como ya lo habrá intuido el lector, fracasé en tan quijotesco propósito como he fallado en muchos otros en la vida. Pero aquella ilusa y fracasada empresa sirvió, de manera feliz, para unirme a los libros de una vez y para siempre. De modo que, sin exagerar, y en aras de esa justicia personal que uno debe establecer con sus recuerdos más íntimos, tengo que confesar que su grata e irremplazable compañía me ha ayudado a sobrellevar la existencia; y de paso me ha convertido en lo único que quiero ser: un humilde devoto de las palabras, en todas sus formas y manifestaciones, pues las considero lo más humano de ese bípedo vanidoso que puebla y saquea la tierra al que llaman hombre.

Muchas aguas han corrido por el río de la vida y no pocos libros han pasado por mis manos desde entonces. Sin embargo, aún guardo en la memoria el recuerdo de aquellas primeras páginas que me hicieron un apasionado de ese solitario y desinteresado acto que es la lectura: la Biblia, que siempre he leído como una obra literaria más; textos escolares de Español y Literatura en los que solo me detenía en los fragmentos o las breves obras literarias que, como tesoros, guardaban escondidos en sus páginas al lado de las reglas gramaticales y los infaltables ejercicios de mecanización de los conceptos; Los funerales de la Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, en una edición con una particular portada cuyo motivo siempre creí una figura precolombina de color verde; Una flor amarilla, de Julio Cortázar, que me regaló sin decir nada un indigente que solía pasar todas las tardes por mi casa y que me vio parado en la esquina mirando lejos; Kalimán, el hombre que dominando la mente lo dominaba todo; Santo, el Enmascarado de Plata; y la mayoría de las historietas de la época, además de biografías de grandes personajes de la historia, enciclopedias, libros de ciencia, cancioneros, revistas de variedades y, como un ritual al que he faltado muy pocas veces en la vida, la edición dominical del periódico de mi ciudad y de los más importantes del país.

De alguna manera, esos papeles impresos me enseñaron que la lectura es la más sublime forma de la amistad y que ser un buen lector es una de las maneras más nobles de hacerse alguien en la vida; una manera de ser para sí y no para los demás, que es lo que cuenta, al fin y al cabo.

De ahí que la pregunta acerca de qué tanto debe uno a los libros haya suscitado mi nostalgia. Ello se comprende, sin duda, porque es uno de esos interrogantes esenciales, que merece, por consiguiente, una respuesta intensa, sincera, dada más con el corazón que con la fría y cuadriculada razón que a veces nos hace quedar bien frente a los demás, pero no con nosotros mismos.

Aquí está, pues, la mía, con la que pongo punto final a estas líneas: a los libros les debo tanto como a la mujer que me trajo al mundo o aquellas que he amado; les debo tanto como a los amigos más entrañables o al pedazo de tierra que me vio nacer y del cual recordaré siempre el color del sol, la temperatura de la brisa o cualquier otro detalle que alguien que otros olvidarán con facilidad.

En definitiva, a los libros les debo la esencia de lo que soy y, aunque en eso que soy haya más dudas que certezas, nunca querría cambiarlo.


Autor:
Carlos de la Hoz Albor, educador y escritor colombiano, nacido en Barranquilla.
Experiencia laboral: Lic. en Ciencias de la Educación, especialidad en Lenguas Modernas, Especialista en Estudios Pedagógicos. 30 años de experiencia de servicio docente en los niveles de educación básica y media y como directivo docente. Ha publicado Una mosca que no deja dormir (Letra por Letra, 2006), Cuaderno de apuntes (Letra por Letra, 2014) y tiene en preparación Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela, libro sobre reflexiones y vivencias escolares. Artículos suyos han sido publicados en los diarios El Heraldo y El Espectador y en las revistas Luna y Sol, Actual, La Lira, de Colombia, y en el portal web Letralia.
Correo electrónico: [email protected]
Cuenta de twitter: @cdelaha

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