Vivimos tiempos vertiginosos. La inmediatez manda, los mensajes se consumen sin digerir y lo importante se diluye entre lo urgente. En este escenario, detenerse a pensar se ha vuelto casi un acto de rebeldía. ¿Cuándo fue la última vez que nuestros hijos dedicaron un rato al silencio, a la lectura profunda o al análisis de una idea compleja? ¿Cuántas veces los vemos pasar de una pantalla a otra sin siquiera cuestionar lo que consumen?
Para los padres: educar también es poner límites
La tecnología es parte del presente, pero su uso indiscriminado no educa: entretiene, informa superficialmente y crea hábitos de consumo pasivo. Lo que está en juego no es solo la atención o el rendimiento académico. Lo que peligra es la capacidad de pensar con profundidad, de construir criterios propios, de enfrentar la vida con herramientas internas y no solo con accesos externos.
Las pantallas han reemplazado conversaciones en la mesa, juegos al aire libre, preguntas sin respuesta inmediata, momentos de aburrimiento que antes eran semilleros de imaginación. Hoy, lo incómodo se resuelve con un clic; lo difícil, se evita con distracciones.
No se trata de prohibir la tecnología, sino de devolverle su lugar. ¿Acaso no es nuestro rol como adultos enseñar a usarla con sentido, con propósito, con medida? Un hijo que no aprende a estar sin pantalla, difícilmente aprenderá a estar consigo mismo. Y mucho menos, con los demás.
Para los estudiantes: ¿qué están haciendo con su mente?
Las redes sociales ofrecen contenido sin pausa, pero no siempre sin consecuencias. ¿Sabes distinguir lo verdadero de lo falso? ¿Lees, analizas, comprendes? ¿O solo haces scroll?
Cuando abandonamos materias como la historia, la filosofía o la literatura por considerarlas «anticuadas», estamos renunciando a herramientas esenciales para pensar. Pensar no es solo opinar; es conectar ideas, interpretar hechos, comprender el contexto y anticipar consecuencias. Y eso no se construye con memes ni con titulares. Se construye con esfuerzo, con contenido, con entrenamiento mental.
Ser crítico no es estar en contra de todo. Es ser capaz de argumentar, de hacer preguntas inteligentes, de no tragarse cualquier consigna disfrazada de libertad de expresión. El pensamiento crítico no se improvisa. Se cultiva. Se estudia. Se entrena. Y para eso, necesitas más libros, más debates, más preguntas… y menos distracciones.
¿Qué educación queremos?
Una educación que no enseña a pensar está condenada a formar consumidores, no ciudadanos. Y una familia que delega en las pantallas el tiempo y el vínculo, acaba empobreciendo la mente y el corazón de sus hijos.
Hoy más que nunca, necesitamos detenernos. Volver al valor del conocimiento profundo. Reinstalar el diálogo, el asombro, la curiosidad. Enseñar que pensar lleva tiempo, y que vale la pena.
Porque el mayor peligro no es lo que se ve en las pantallas. Es todo lo que se deja de pensar mientras las vemos.
REDACCIÓN WEB DEL MAESTRO CMF