Si hubiésemos tenido el privilegio de nacer en el tiempo de Jesús, ¿estaríamos preparados para recibirlo?, ¿estaríamos lo suficientemente limpios de culpa para poder mirarlo a los ojos? ¿Tendríamos la suficiente fe para vencer las barreras de la incredulidad y adorar a este Niño, cuyo Padre eligió enviarlo al mundo en medio de la pobreza, siendo Él un Rey?
¿Creeríamos que nuestro Dios –que tuvo en mente, desde la caída de Adán, a una joven purísima que iba a ser el receptáculo del Espíritu Santo–, finalmente, eligió nuestros días para enviar al Niño de la Promesa, ese Niño de quien hablaron todos los profetas en el Antiguo Testamento? ¿Podríamos haber creído en la divinidad de Cristo al tenerlo cerca? Y, de creer en Él, ¿tendríamos la suficiente fuerza de voluntad para vencer nuestro miedo y acercarnos a Él con humildad y sin temor al rechazo?
«No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor. Y esto os servirá de señal: encontrareís un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” Y de pronto se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace» (Evangelio según san Lucas 2, 8-15).
Podemos preguntarnos: ¿Por qué Cristo eligió nacer en una gruta apartada que jamás sirvió de vivienda, sino como refugio de un grupo de pastores? Quizás porque, hoy, como entonces, Cristo se encuentra escondido entre los más pequeños y olvidados, entre los que no cuentan con un techo bajo el cual refugiarse del frío; entre los que no tienen un pan que llevarse a la boca; entre los que vagan con la mirada perdida por la ciudad sin una sola persona que se apiade de ellos; entre los que extienden una mano para recibir unas monedas o un poco de aprecio; entre los que son maltratados por la vida desde niños y no cuentan con la sonrisa de una madre o con una palabra de afecto; entre los que viven bajo las inclemencias del tiempo, soportando sol, lluvia y la indiferencia de todo el mundo, que les vuelve la espalda. Porque, seamos sinceros, ¿cómo reaccionaríamos de encontrarnos frente a la pareja del video? Pensaríamos: «Me gustaría ayudarlos, pero llegaré tarde al trabajo. Ojalá lo haga la persona que viene detrás de mí». O tal vez: «Mejor no me acerco, ¡sabe Dios qué clase de gente sea!» O de repente: «Si me acerco, quizás se lo tomen a mal y me rechacen, mejor sigo caminando».
Ya lo dijo la Madre Teresa de Calcuta: «Permanezcamos los más “vacíos” posible para que Dios pueda llenarnos. Ni Dios puede derramar nada donde está todo lleno. La gente no tanto tiene ganas de veros, cuanto hambre y sed de aquello que Dios quiere darles a través de vosotros. En toda la superficie del globo, los hombres tienen hambre y sed del amor de Dios». Entonces hay que vaciarnos de nosotros mismos, de nuestras preocupaciones, de nuestros pensamientos y de tantas distracciones como hay en el mundo, para hallar a Cristo, para reconocerlo en los ojos de nuestros hermanos.
El miedo paraliza y nos impide actuar en favor de nosotros mismos o de nuestros hermanos, por lo que, si vamos a seguir a Cristo, debemos hacer un esfuerzo por desterrar esta terrible sensación de nuestros corazones, de lo contrario, jamás nos acercaremos a aquellos que encontremos en nuestro camino y requieran de nuestra ayuda. Porque no necesitamos haber visto directamente a Cristo para haberlo rechazado, lo hemos hecho cuando se ha presentado frente a nosotros bajo el disfraz de nuestros hermanos, lo hemos rechazado las veces que hemos renunciado a hacer el bien. Porque nosotros también hemos sido, alguna vez, el posadero, el centurión y el apóstol que lo afrentaron e ignoraron. Nosotros también lo hemos negado, y no solo tres veces, sino setenta veces siete.
Quiero dejarles este fragmento del libro “La vida de Jesucristo y de su Madre Santísima” (el cual reúne las visiones de la beata Ana Catalina Emmerick) donde se consigna parte del peregrinaje que hace la Sagrada Familia, desde Nazaret hasta Belén:
«He visto a la Sagrada Familia caminando en medio de la noche hacia una montaña a lo largo de un valle muy frío, donde había caído escarcha. La Virgen María, que sufría mucho el frío, dijo a José: ‘Es necesario detenernos aquí, pues no puedo seguir’. No bien dijo estas palabras, se detuvo la borriquilla que llevaban debajo de un gran árbol de terebinto, junto al cual había una fuente. Se detuvieron y José preparó con las colchas un asiento para la Virgen, a la cual ayudó a desmontar del asno. María sentóse debajo del árbol y José colgó de las ramas su linterna. A menudo he visto hacer lo mismo a las personas que viajan por estos lugares. La Virgen pidió a Dios ayuda contra el frío. Sintió entonces un alivio tan grande y una corriente de calor tal, que tendió sus manos a José para que él pudiera calentar un tanto sus manos ateridas. Comieron algunos panecillos y frutas, y bebieron agua de la fuente vecina, mezclándola con gotas del bálsamo que José llevaba en su cántaro. José consoló y alegró a María. Era muy bueno y sufría mucho en ese viaje tan penoso para ella. Habló del buen alojamiento que pensaba conseguir en Belén. Conocía una casa cuyos dueños eran gente buena y pensaba hospedarse allí con ciertas comodidades. Mientras iban de camino, José hacía el elogio de Belén, recordando a María todas las cosas que podían consolarla y alegrarla. Esto me causaba lástima, pues yo sabía todo lo que sufriría: todo iba a acontecer de diferente manera».
Y nosotros: ¿habríamos reconocido a dos santos príncipes disfrazados de mendigos? Y ahora mismo: ¿lograremos reconocer a la Sagrada Familia entre las personas que nos rodean?, ¿podremos satisfacer el hambre material y espiritual que pueda surgir a nuestro alrededor? Pidámosle ayuda a nuestro Señor para ser capaces de reconocerlo y de satisfacerlo cuando se presente bajo la forma de nuestros hermanos. «Para poder amar, tenemos que orar», dijo la Madre Teresa, y es verdad, hay que estar en contacto directo con Cristo para sentir la caridad en nuestro corazón y para hacer de la Voluntad de Dios la nuestra.
Este contenido ha sido publicado originalmente por CatholicLink en la siguiente dirección: catholic-link.com | Este artículo fue escrito por Evelyn García Tirado.