[Alexander Ortiz] El cerebro moral: ¿Nacemos los humanos con moralidad?

Las cuestiones morales han ocupado a los filósofos durante siglos. En la actualidad se debate sin los bebés nacen con sentido moral, qué significa “moral” exactamente, la génesis o carácter neuronal de la moralidad, si los absolutos morales están impresos en nuestro cerebro o si la conciencia moral sólo se comprende culturalmente. Para estos problemas no existen respuestas definitivas. Lo que sí está claro es la poderosa base social que tiene la palabra “moral”, en su representación griega y latina. Originalmente caracterizaba un consenso sobre hábitos y costumbres o un código de conducta, que precisaba las normas y comportamientos deseables y recomendables en una sociedad, en una época determinada. Esta es la definición que subyace este capítulo: un conjunto de comportamientos basados en valores asumidos por un grupo cultural cuya principal función es guiar la conducta social.

Desde que nacemos, nuestros cerebros están preconfigurados con cierta sensibilidad moral limitada, que más tarde se va desarrollando de forma semivariable en función de cómo nos educan. Según el científico cognitivo Steven Pinker, “nacemos con una gramática moral universal que nos obliga a analizar la acción humana en términos de su estructura moral.” (Pinker, 2008, p. 56).

“Por lo general, la amígdala reacciona ante expresiones de tristeza y miedo en otras personas. Después, esta reacción totalmente automática e subconsciente da lugar a una respuesta aversiva. No nos gusta ver a otras criaturas sufrir o tener miedo. Si vemos miedo o dolor en los ojos de alguien y nosotros somos la causa de ello, puede que esto actúe como señal para interrumpir lo que estamos haciendo.” (Blackemore y Frith, 2008, p. 163).

Incluso los niños pequeños hacen implícitamente juicios morales. Pueden distinguir ciertas travesuras de otras que no ocasionan víctimas. Esto se conoce como distinción «moral-convencional». Por ejemplo, los niños saben que no se debe hablar en clase. No obstante, si el educador les da permiso expreso para ello, asumen que está bien hablar en clase. En cambio, si usted le dice a un niño pequeño que el educador lo autoriza para hacerle daño a alguien o romper algo, enseguida expresará que esto está mal hecho, y no lo hará. Existe un test que explora la comprensión moral, a partir de esta perspicaz manipulación.

“De forma instintiva sabemos que no hemos de provocar aflicción a otros seres humanos. Por tanto, aprendemos a considerar como moralmente malas las cosas debido a las cuales alguien resulta lastimado.” (Blackemore y Frith, 2008, p. 163).

Los niños aprenden que las transgresiones morales, como hacer daño a otros o robarles cosas, son malas directamente a partir de las reacciones negativas de hermanos y compañeros así como de los padres y educadores. En cambio, las transgresiones convencionales, como entrar en casa con los zapatos sucios o no guardar el juguete en el cajón, se enseñan de manera explícita. “Parece normal que se desarrolle de forma totalmente natural un conocimiento de la moralidad y sus transgresiones durante las interacciones con los hermanos, los compañeros y lo adultos. Si en etapas tempranas se observa que los niños se muestran insensibles ante la aflicción o el miedo de los demás, el sentido común nos dice que es especialmente importante inculcar normas de conducta moral y procurar herramientas de autocontrol.” (Blackemore y Frith, 2008, p. 165).

Leamos esta anécdota descrita por Medina (2010):

“Daniel tiene padres adinerados, pero cuando de controlar a los hijos se trata, están en quiebra. La madre los llevó a él y a su hermana a pasar el fin de semana en la fastuosa casa de campo de la familia. Mientras avanzaban a toda velocidad por la autopista, Daniel, de cinco años, se desabrochó el cinturón de seguridad de repente, tomó el celular de su madre y se puso a jugar con él. «Déjalo, por favor», le dijo la madre. Daniel hizo caso omiso de la solicitud. «Por favor, déjalo», repitió la madre, a lo que el niño replicó: «No». La madre reflexionó: «Está bien, puedes usarlo para llamar a papá. Ahora abróchate el cinturón de seguridad, por favor». Daniel hizo caso omiso de ambas instrucciones y se puso a jugar videojuegos en el celular.

Un par de horas después, cuando se detuvieron para poner gasolina, se salió por la ventana y se trepó al techo del auto. «¡No hagas eso!», ordenó la madre, horrorizada. «¡No lo hagas tú!», replicó el niño y bajó por el parabrisas. Cuando estuvo dentro del automóvil nuevamente, retomaron la marcha. Daniel volvió a encontrar el teléfono, pero esta vez lo tiró al suelo y lo rompió.

A medida que fue creciendo, Daniel se fue dando cuenta de lo fácil que era hacer caso omiso de los límites sociales de la familia, y después, de cualquier límite social. Se acostumbró a hacer lo que quería adondequiera que fuera. Empezó a pegarles a los niños del colegio que no le prestaban atención. Desarrolló una relación sulfurosa con la autoridad. Les robaba a los compañeros. Hasta que un día, el embrague moral le falló por completo y le clavó un lápiz en la mejilla a una niña. Lo expulsaron del colegio. Y mientras transcribo estas líneas, la familia está metida en una demanda, al igual que el colegio.

Daniel era un desastre conductual y moral. Y aunque es fácil ser un padre criticón, cada año parece haber más niños fuera de control y más padres impotentes. Ningún padre amoroso quiere criar un Daniel. En este capítulo, hablaremos de cómo evitarlo. Es posible configurar la madurez moral en la mayoría de los niños. Incluso, hay datos neurocientíficos que refrendan esta afirmación”.

Los seres humanos necesitamos reglas sociales para poder convivir con los demás. Esto está relacionado con esa fuerte necesidad evolutiva de cooperación social. Poseemos algunas sensibilidades morales: empatía, distinción entre lo correcto y lo incorrecto, y proscripciones contra la violencia social como la violación y el homicidio. Paul Bloom, psicólogo de Yale, incluye el altruismo, el sentido de justicia, respuestas emocionales a la consideración, y una disposición a juzgar la conducta de otra persona. Para el psicólogo Jon Haidt, hay cuatro categorías: imparcialidad, lealtad, respeto a la autoridad y pureza espiritual.

Estas sensibilidades morales son parte innata de la función del cerebro, de hecho, se observan fragmentos de ellas en algunos de nuestros vecinos evolutivos, los chimpancés. Sin embargo, a pesar de que nacemos con un sentido innato de lo que está bien y lo que está mal, los niños no hacen simplemente lo correcto, sobre todo al crecer, y llegar a la adolescencia.

Un niño que puede resistir la tentación de desacatar una norma moral, ha interiorizado la regla incluso cuando la posibilidad de que lo descubran y lo castiguen es nula. Estos niños no solo saben lo que es correcto, una conciencia que está preprogramada en su cerebro, sino que están de acuerdo con esto e intentan sintonizar sus conductas coherentes. Esto es lo que se conoce también como control inhibitorio, que suena muy parecido a una función ejecutiva bien desarrollada. Algunos autores consideran que son lo mismo. En todo caso, la meta del desarrollo moral es tener una disposición a tomar las decisiones correctas y a resistir la presión ante las incorrectas, incluso en ausencia de una amenaza creíble o en presencia de una recompensa. Esto significa que nuestro objetivo parental es lograr que nuestros hijos presten atención y se sintonicen con su sentido innato de lo correcto y lo incorrecto. Pero esto no es tan sencillo, toma mucho tiempo.

Esto lo sabemos por la forma como mienten los niños, que cambian con el tiempo. En una ocasión, Medina (2010) escuchó a un educador de psicología discutiendo sobre lo que sucede cuando un niño aprende a mentir, y este educador animó su charla con un anécdota de Bill Cosby.

Bill y su hermano Russell estaban saltando en la cama en plena noche, violando una de las más estrictas órdenes de sus padres, y rompieron la cama. El chasquido y el golpe despertó al padre, que irrumpió furioso en la habitación, señaló la cama rota y gritó: «¿Fuiste tú?». «¡No, papá! ¡No fui yo!», balbució el hijo mayor. Después reflexionó, y le brillaron los ojos: «Pero sé quién fue. Un adolescente entró en nuestro cuarto por la ventana. Brincó en la cama diez veces y la rompió, después saltó por la ventana y se fue corriendo». El papá frunció el ceño: «Hijo, no hay ninguna ventana en esta habitación». A lo que el hijo replicó enseguida: «¡Yo sé, papá! Él se la llevó».

Los niños no son buenos para mentir, al menos al principio. En los mágicos entramados de la mente infantil, a los niños pequeños les cuesta distinguir entre la realidad y la fantasía, lo cual podemos percibir en el entusiasmo que les producen los juegos imaginativos. Además, perciben a los padres como seres esencialmente omniscientes, una creencia que comienza a desaparecer en la adolescencia. Sin embargo, a los 3 años de edad, cuando empiezan a darse cuenta de que los padres no pueden leerles la mente todo el tiempo, los niños descubren que (creen que) pueden darles información falsa sin que estos se den cuenta. Los niños pequeños creen burlar el carácter universal de la conciencia moral.

Pero hay indicios de que la conciencia moral también es innata: una lesión en una zona específica del cerebro afecta la capacidad de tomar cierto tipo de decisiones morales.

La primera clave para determinar que podemos estar programados para una conducta moral, según Alper (2008), puede remontarse al extraño caso de Phineas Gage, un obrero que trabajaba como capataz de ferrocarril en Estados Unidos. En 1848, su cuadrilla estaba tendiendo una línea en Cavendish, Vermont, cuando ocurrió una explosión accidental con dinamita, y una varilla de hierro de 13 libras de peso, 2 cm de diámetro y más de un metro de largo voló por el aire y se incrustó en el cerebro de Phineas,  atravesándole el cráneo. Gage sobrevivió al accidente sin pérdida de memoria, ni daños cognitivos, y sin sufrir ningún detrimento notable en su intelecto, lo cual parecía un milagro, sin embargo su personalidad cambió radicalmente, notado pocos días después por sus amigos y familiares.

Antes del accidente, Gage era conocido como un hombre honesto, dedicado a su familia y a su trabajo, modesto y confiable. Sin embargo, pocas semanas después del accidente, se convirtió en un vago irresponsable sin ningún sentido ético, se tornó errático, emotivo, voluble, susceptible a furias irracionales y a las vanidades, comenzó a mentir, engañar y robar, “expresando poca deferencia por sus compañeros, reticencia a las restricciones o consejos cuando entraban en conflicto con sus deseos, a veces asombrosamente testarudo, caprichoso y vacilante” (Begley, 2008, p.64).

Estudios posteriores le permitieron a los científicos deducir y revelar que la varilla había penetrado en la región del cerebro responsable del control emocional, de la razón y de la planeación, es decir, que dicho hierro le había atravesado la corteza prefrontal, indicando así que esta parte del cerebro puede tener un papel crucial en el razonamiento social y moral, lo que facilitaría una interpretación neurobiológica de la conciencia moral. En este caso,  Phineas Gage, quien era una persona serena y equilibrada, al recibir un violento impacto en el rostro debido a la barra metálica que atravesó su cerebro por la mitad del lóbulo frontal (sistema límbico), no pudo conservar el dominio de algunas de sus facultades, sobre todo las emocionales, modificando y reconfigurando sus estructuras afectivas y transformándose en un ser humano egoísta, arrogante, prepotente e indiferente por los sentimientos ajenos.

Desde esa época, el caso Gage se convirtió en un importante punto de referencia para la investigación neurológica. Es evidente que este obrero dejó de ser una persona afectiva debido a la barra metálica que lo golpeó en aquel trágico y brutal accidente, dicha barra metálica impactó en el punto del mapa cerebral donde está situado el control inhibidor de conductas positivas, agradables y afectuosas.

El caso Gage es una evidencia nada despreciable de que “hay estructuras particulares del cerebro que controlan funciones mentales específicas” (Begley, 2008, p.64). Por otro lado, según Damasio (1994) una persona que sufre un daño considerable en el espacio del cerebro ocupado por la “conciencia moral” puede eventualmente desempeñar todas sus actividades[1] pero no será capaz de comportarse aceptablemente en la sociedad[2].

Otro ejemplo: La noche del 31 de julio de 1966 Charles Whitman, un introvertido joven de 25 años, mató a su mujer y a su madre. A la mañana siguiente se dirigió al edificio de administración de la Universidad de Texas, donde mató a la recepcionista y se encerró en la torre. Usando un rifle de largo alcance con mira telescópica, continuó disparando a cualquiera que estuviera a su alcance. Durante los 90 minutos siguientes mató a 14 personas e hirió a otras 24. Su borrachera de violencia no terminó hasta que la policía lo mató a él. En una nota que había escrito antes de la matanza, describió los terribles dolores de cabeza que sufrió los meses anteriores y los pensamientos irracionales e incluso impulsos violentos que le habían estado atormentando. La autopsia, que él había solicitado, mostró que tenía un tumor en el lóbulo temporal. (Tomado de Papalia, 1990, p.340).

Este comportamiento demuestra que nuestro cerebro manda, ordena, dirige y orienta nuestras actuaciones, el cerebro regula la conducta humana, lo interno determina en gran medida lo externo, todos los procesos que se ejecutan en el interior de nuestro cerebro generan la mayoría de los sucesos que experimentamos en nuestra cotidianidad, y es muy difícil a veces para el ser humano controlar y regular dichas actuaciones, porque en muchos casos, esas respuestas están determinadas por la forma cómo nuestro cerebro se ha venido configurando, lo cual no quiere decir que estemos presos de nuestro cerebro ni que debemos estar sujetos a sus designios, todo lo contrario, pienso que tenemos toda las oportunidades, posibilidades y sobre todo la gran responsabilidad de contribuir a una configuración sana, cándida y angelical pero a la vez prospectiva, propositiva, desarrolladora y configuradora de nuestro principal órgano.

Los estudios realizados recientemente por Damasio (2007), de la Universidad de Iowa, ofrecen nuevas evidencias que respaldan esta concepción. Damasio y sus colegas observaron a dos individuos que habían sufrido lesiones en la corteza prefrontal antes de cumplir dieciséis meses.

Aunque aparentemente se recuperaron, años después empezaron a comportarse de una forma aberrante: robaban, mentían y abusaban física y verbalmente de otras personas, fueron malos padres con los hijos que tuvieron por fuera del matrimonio, mostraron una notable ausencia de remordimiento y no planearon su futuro (Stein, 1999). Además, fue imposible detectar una influencia del entorno en el comportamiento de los jóvenes, pues ambos crecieron en hogares estables de clase media y habían sido buenos hijos (Alper, 2008).

Basado en su investigación, Damasio (2007) concluyó que la disfunción temprana en ciertos sectores de la corteza prefrontal parece causar un desarrollo anormal de la conducta social y moral, independientemente de los factores sociales y psicológicos, los cuales no parecen haber tenido una incidencia en la condición de nuestros sujetos (Stein, 1999).

A fin de respaldar los hallazgos del doctor Damasio, los doctores Ricardo de Oliveira-Souza y Jorge Moll, del Grupo de neurología e imágenes neurológicas de los Laboratorios y Hospitales D´or, en Rio de Janeiro, utilizaron imágenes de resonancia magnética (IRM) para observar cuales partes del cerebro se activan cuando una persona piensa en asuntos éticos. A un grupo de diez personas conformado por hombres y mujeres entre los 24 y los 43 años se les pidió enunciar una serie de juicios morales mientras eran sometidos a la IMR.

A través de audífonos, los participantes en el estudio escucharon varias declaraciones como “violaremos la ley si es necesario”, “todas las personas tienen derecho a vivir”, y “luchemos por la paz”. En cada caso, a los individuos se les pidió que juzgaran si cada frase era correcta o incorrecta. Los participantes también escucharon frases sin ningún contenido moral, como “las piedras están conformadas por agua” o “caminar es bueno para la salud” y las juzgaron del mismo modo (Health, 2000).

Según Alper (2008), “las imágenes de resonancia magnética registradas mientras los individuos estaban meditando sobre estos problemas éticos, mostraron que el proceso de decisión moral estaba asociado con la activación del área 10 de Bredmann o corteza prefrontal dorsolateral, localizada en el polo frontal del cerebro” (p.224).

De acuerdo con los resultados del doctor Damasio, los investigadores que realizaron los experimentos con las IMR también observaron que “las personas con lesiones en esta área del cerebro pueden presentar una actitud antisocial severa” (Health, 2000, p.51). La mente se les transformó. ¿A dónde fue a parar su conciencia moral? 

NOTA: Este artículo es propiedad intelectual de Fabiola Ochoa Montiel  y Alexander Luis Ortiz Ocaña.

Referencias
  • Alper, M. (2008). Dios está en el cerebro. Una interpretación científica de la espiritualidad humana y de Dios. Bogotá: Norma.
  • Begley, Sh. (2008). Entrena tu mente. Cambia tu cerebro. Bogotá: Norma.
  • Blackemore, S. J. y Frith, U. (2008). Cómo aprende el cerebro. Las claves para la educación. Barcelona: Ariel.
  • Damasio, A. R. (1994). El error de Descartes. La razón de las emociones. Santiago de Chile: Andrés Bello.
  • Damasio, A. R. (2007/2001). El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano. Barcelona: Destino.
  • Health, R. (2000). Researchers Identify Brains Moral center. Miércoles. Marzo 5.
  • Medina, J. (2010). Como tener los hijos listos y felices. Bogotá: Norma
  • Papalia, D. (1990). Psicología General. Bogotá: McGraw-Hill.
  • Pinker, S. (2008). Cómo funciona la mente. Barcelona: Destino.
  • Stein, R. (1999). Sociality, Morality and the Brain. Lunes. Octubre 25. A13

[1]  Hablar correctamente, conservar la memoria, usar la razón lógica y localizarse en espacio/tiempo.

[2]  Asume con mayor facilidad acciones delictivas (mentir, robar), sin que se inhiba o sienta vergüenza.

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Autor:
Alexander Ortiz Ocaña, ciudadano cubano-colombiano.
Universidad del Magdalena Santa Marta, Colombia
Doctor en Ciencias Pedagógicas, Universidad Pedagógica de Holguín, Cuba. Doctor Honoris Causa en Iberoamérica, Consejo Iberoamericano en Honor a la Calidad Educativa (CIHCE), Lima. Perú. Magíster en Gestión Educativa en Iberoamérica, CIHCE, Lima, Perú. Magíster en Pedagogía Profesional, Universidad Pedagógica y Tecnológica de la Habana. Licenciado en Educación.
Correo electrónico: [email protected] / [email protected]

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