Maestros al servicio de la educación

[Pablo Muñoz] Pedagogía de la autenticidad

Una educación ruidosa y poco consistente
El devenir educativo ha hecho de la escolaridad algo más complicado que complejo. En ese sentido, es fácil encontrar cualquier escuela presa de la compulsión por ocupar a sus integrantes, al punto de considerar que entre más agobiados estén, mejor se cumple el rol personal e institucional: un buen estudiante, es tal porque no tiene vida propia, sino que se le va la vida tratando de satisfacer la ansiedad voraz de su maestro por recabar evidencias de cumplimiento; el mejor maestro, tiende a ser el que más atiborra de compromisos densos a sus estudiantes y al tiempo logra estar al día con todo lo que la burocracia escolar le exige; el mejor padre de familia, parece ser el que no sabe nada de la formación de sus hijos porque asume que su labor solo es partirse el lomo, para retenerlos a diario en la escuela; el directivo más eficiente, se mostraría como quien no sonríe, porque hace consistir su poder y su autoridad en neuróticas prácticas de administración, entendida como control y sanción.

Pero aquí no estamos en contra de la ocupación y del cumplimiento con pasión, sino del mucho ruido que se produce y de la poca consistencia que se genera en la histérica vida escolar. En circunstancias como las descritas, a la escuela se le pasan los años en una serie de parafernalias que poco trascienden los sentidos de sus integrantes, que afectan mínimamente su interior y no siempre de manera positiva. Su cotidianidad, sus celebraciones y hasta sus resultados académicos pueden llegar a ser muy pomposos, pero esos no necesariamente son signos de que se estén construyendo personas auténticas. Tan grandes y loables son sus esfuerzos como sus buenas intenciones, pero una educación que no tenga como prioridad la construcción de sus miembros como los seres genuinos que pueden llegar a ser, está más cerca de la domesticación, del instruccionismo, del adiestramiento y/o del amaestramiento, que de la formación para la autenticidad.

Una pobre escuela empobrece el ser de sus integrantes

Otras escuelas son opacas por dentro y por fuera. Miremos aquellas que ofrecen una pobre educación para los pobres, que son justamente quienes requieren de los directivos más audaces, los maestros más visionarios, las prácticas pedagógicas más inspiradoras, las estructuras más dignificantes y los resultados más estimulantes. Si es problemático educar en una escuela pobre, ¡imagínense la educación en una pobre escuela! No son lo mismo, ya que la primera constituye un reto para el progresismo y la segunda es un lastre. Pero en ambas, usualmente, la emergencia de tantas necesidades básicas insatisfechas, agota los esfuerzos en la perentoria atención a lo contingente, se derrocha en activismo y no en la generación de procesos formativos, se distrae el liderazgo pedagógico en la retención y entretención de los escolares, se agobia la pasión educativa y se nubla la visión social del compromiso escolar; en ambas, por motivos diversos, se relega la edificación del ser, menoscabando las auténticas bases del saber y del saber hacer.

Es así como entre las marañas administrativas y académicas, las agudas demandas de recursos y de convivencia pacífica, una pobre escuela descuida gravemente la construcción del sujeto como prioridad. Entonces, se desnutre aquella individualidad que se está configurando como única y auténtica a través de las distintas circunstancias que la rodean. En esa lógica ilógica, la escuela reproduce el malestar social, acrecienta las brechas que extienden unas escandalosas inequidades y arroja a la ciudad sujetos incapaces de una inserción exitosa en el mundo del trabajo, en la educación superior y en la ciudadanía. En esa escuela que no ha encontrado el modo de acompañar pedagógicamente el desarrollo del ser, el subdesarrollo no es solo la característica de su entorno sino de su escolaridad y, además, deja pendiente la construcción de su yo o provoca la construcción de una especie de yo incipiente, fácilmente vulnerable, manipulable y con poca resiliencia. Todo eso sucede mientras el ser del estudiante es tan solo un supuesto para la escuela, al que se califica como tal, asignándole notas “apreciativas”, pues, así como la escuela no sabe cómo formarlo, tampoco sabe valorarlo.

En la realidad, ni conocer ni ser

Sin embargo, por más que figura en muchos proyectos educativos, el ser, o sea el yo íntimo, la subjetividad, lo genuino y lo auténtico que hacen singular a cada integrante de la escuela, parecen ser desconocidos en las prácticas pedagógicas. Se predica la formación integral, pero las prácticas se aplican cuanto más a saturar de información, a bancarizar la educación haciendo depósitos de contenidos en los integrantes de las comunidades educativas. Incluso la promoción estudiantil depende en muchas ocasiones del grado de aprehensión de ciertos temas o contenidos, lo cual no es más que consecuencia de una mirada enciclopedista de la educación, heredada del Siglo XVII, colonialista y sometida a escasa crítica. Es así como tal vez es posible que quienes asisten a la escuela den razón de muchas cosas, pero no de sí mismos, de su identidad, su dignidad, sus emociones, sus anhelos o su potencial.

Desde ahí se comprende que muchos prefieran asumir que el rol de la escuela es fundamentalmente fortalecer lo cognitivo, pero es una presunción que con facilidad se pone en crisis mediante un par de preguntas: ¿Cómo es posible un ejercicio profesional de la enseñanza centrada en lo cognitivo, que no se atiene a la base emocional, ni a las neuroconfiguraciones que posibilitan el aprendizaje? ¿Qué validez tiene un ejercicio profesional de la enseñanza, que no enseña a saber aplicar lo que se enseña y a partir de lo que se está siendo?  Las respuestas a tales interrogantes, nos remitirían de nuevo a la importancia de ocuparnos pedagógicamente del yo, de lo esencial de cada sujeto en primer lugar, pues sin esa plataforma no son posibles ni la educación, ni los seres humanos auténticos. Cuanto más, en la escuela se llegará a hacer una práctica de confinamiento de criaturas periódicamente cautivas, a las que se les enajena su condición de SERES humanos para poderlas administrar, controlar y sancionar, de ser el caso.

El tan cacareado desarrollo cognitivo no se da, cuando las prácticas pedagógicas se reducen a ofrecer información y no se generan procesos sistemáticos de pensamiento, que se fundan en los vínculos afectivos, se desarrollan de acuerdo con la configuración cerebral particular, se evidencian en la resignificación de las ideas y aterrizan en prácticas transformadoras. Es a partir de la configuración de un ser auténtico, como se hace posible conocer y hacer en sentido humano. Sin mediación para constituirse como seres auténticos en primera instancia, los integrantes de la escuela se reducen a procesadores de información y a ejecutores autómatas. En ese orden de ideas, hay que cuestionar la autenticidad de una escuela que afirma formar para el conocer, sin cultivar el ser.

Más acá de las máscaras

Por eso, antes que hacia afuera, la escuela debe trascender hacia adentro, esto es, hacia el ser del estudiante. Solo a las experiencias educativas que han logrado ocuparse de la formación de lo esencial en sus integrantes, de lo interno de cada quien, les ha venido por añadidura la trascendencia hacia lo externo, la fama, en los términos que sea. Pero la fama no puede ser el horizonte de la escuela, que en muchos de sus proyectos educativos tiende a conseguir el éxito en términos de reconocimientos externos, resultados en evaluaciones externas, certificaciones externas de calidad y no en términos de cultivo exitoso de las potencialidades de cada estudiante que le ha sido confiado.

La escuela que no trasciende hacia adentro en primer lugar, confunde lo aparente con la esencia de cada integrante y por eso no se ocupa de lo auténtico, sino de las máscaras que a veces recrea y a veces impone en forma de personalidades (el término persona viene del griego “máscara”) que obliga a asumir, so pena de la exclusión o la discriminación. De esa forma, muchos parecen, pero pocos están siendo. Se dice respetar el libre desarrollo de la personalidad, pero son tan sospechosos los modos como se educa para ser libres, como la manera en que se asume el término personalidad. En el primer caso, difícilmente se encuentran experiencias educativas estratégicamente orientadas para formar ciudadanos libres. En el segundo caso, la comprensión del término “personalidad” se agota en rasgos que, además de uniformadores, son superficiales, aparentes y coyunturales.

Por consiguiente, detrás de una sospechosa concepción sobre respeto al libre desarrollo de la personalidad, se abandonan estudiantes a la deriva de sus impulsos o se les reprime, y de paso se ocultan familias, escuelas y comunidades que evaden el compromiso de educar para una libertad y una personalidad auténticas. Ese tipo de discursos y prácticas niegan que es a partir de una educación ocupada en la construcción del ser, como una escuela pasa de ser un lugar de confinamiento y represión, a ser un escenario de promoción de la libertad y de la prevención. Ambas son condiciones de posibilidad para ejercer con plenitud el derecho al libre desarrollo de la auténtica personalidad, que es la que está más acá de los uniformes y de las máscaras escolares.

Autenticidad y sentido de la vida

La pedagogía de la autenticidad tiene a la base unas prácticas pedagógicas ocupadas de cultivar la propiocepción (conciencia corporal y emocional), el sentido vestibular (equilibrio y orientación espacial), la interocepción (conciencia funcionamiento del propio cuerpo y sus señales), el cuidado de sí, la autoestima y la autonomía, mediante experiencias de libertad, de reconocimiento de sí mismo en sus posibilidades y condicionantes, de construcción de criterios y de ejercicio del discernimiento para dotar de sentido a la propia existencia.

Por ende, es concentrándose en la formación del interior en primera instancia, como la escuela pasa de generar ansiedad y frustración con su prédica sobre un proyecto de vida, a generar motivación y resiliencia, enseñando a construir primero el sentido de la vida y luego a estructurar múltiples proyectos como alternativas para conseguirlo. Eso implica que antes que agobiar niños y adolescentes con absurdos esquemas y métodos para estructurar proyectos de vida, la educación para la autenticidad debe consistir en acompañarlos para que construyan el sentido de sus vidas. Solo cuando se avizore un sentido para la vida o lo que le da sentido a la propia vida, resulta válido empeñarse en la construcción de proyectos que ayuden a perseguirlo.

A partir de la vivencia de esas experiencias de cultivo del yo como prioridad, es posible trasformar a los escolares, transformar la educación y, en consecuencia, generar un enorme potencial transformador de la sociedad. La pedagogía de la autenticidad es posible en una escuela que gira en torno a lo que hace único y diferente a cada persona. Por ello se ocupa de crear redes en las que sus integrantes se desarrollen y aprendan con autonomía y capacidad de trabajo en equipo, para el emprendimiento sociopolítico que compete a cada ciudadano. Es así como una escuela revierte su ejercicio de educar para la competitividad individualista y se convierte en una formadora de líderes para el servicio y la solidaridad, porque tanto su educación como la condición de sus integrantes, se caracterizan por la autenticidad.


Autor:
Pablo Alexander Muñoz García, ciudadano colombiano, bachiller egresado del Instituto Salesiano de Cúcuta, Licenciado en Filosofía de la universidad Santo Tomás de Bogotá y Magíster en Práctica Pedagógica de la Universidad Francisco de Paula Santander de Cúcuta.
Se ha desempeñado como docente y directivo en los niveles de básica, media, pregrado y posgrado, participando también en experiencias de educación popular, promoción social y formación para el trabajo y el desarrollo humano, donde ha liderado procesos de reingeniería curricular y formación de maestros. Funge como asesor pedagógico ocasional en instituciones regionales y nacionales.
Actualmente se desempeña como coordinador en el Colegio Mercedes Ábrego de Cúcuta. Participa como investigador y director de trabajos de investigación en el campo de las ciencias sociales, la educación y la pedagogía.
Como fruto de sus investigaciones sobre educación política y pedagogía para la paz, ha publicado varios artículos en revistas indexadas, algunos libros, capítulos de libros y ha sido ponente en diversos eventos académicos locales, nacionales e internacionales. Es, además, columnista ocasional de publicaciones digitales.
Correo electrónico:
[email protected]
Cuenta de facebook: Pablo Alexander Muñoz García

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