Naomi Oreskes: Cuando la ciencia incomoda al poder, se convierte en su enemigo

Una conversación con Naomi Oreskes, historiadora de la ciencia y catedrática en Harvard

En tiempos donde la desinformación prolifera, las pseudociencias resurgen y los ataques contra la investigación científica se multiplican desde espacios de poder, voces como la de Naomi Oreskes se vuelven imprescindibles. Oreskes (Nueva York, 1958) es catedrática de Historia de la Ciencia en la Universidad de Harvard y una de las más influyentes pensadoras sobre el rol público de la ciencia. Junto a Erik M. Conway, ha desenmascarado en libros como Mercaderes de la duda y El gran mito cómo intereses ideológicos y económicos han manipulado deliberadamente el conocimiento científico en temas tan cruciales como el cambio climático, las vacunas o el tabaco.

De paso por Barcelona para participar en un ciclo de debates organizado por el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB), Oreskes conversó con El País sobre el difícil momento que atraviesa la ciencia. Y no elude comparaciones históricas ni señala culpables. Más bien, invita a la ciudadanía a aprender a hacerse mejores preguntas, a reconocer las señales de la desinformación y a exigir verdades basadas en evidencia.

¿Corren malos tiempos para la ciencia?

Sí, desde luego. En Estados Unidos, sin duda, estamos viviendo la época más difícil para la ciencia en el último siglo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense se había convertido en uno de los principales promotores de la ciencia, pero hoy esa relación se está quebrando. Lo que estamos viendo es un retroceso peligroso en el apoyo institucional a la investigación científica.

¿Cómo ha vivido personalmente los recortes y la hostilidad hacia la ciencia?

A nivel personal, no me ha afectado directamente, porque cuando llegué a Harvard hace 12 años decidí no depender de fondos federales. Sabía que mi trabajo tenía un componente político importante y eso nos haría vulnerables. Pero muchos de mis colegas han perdido sus subvenciones, están sacrificando animales de laboratorio porque no hay fondos para mantenerlos. Es un desperdicio colosal de recursos y un golpe muy duro para el avance científico.

¿Y qué siente como historiadora al ver este escenario?

Como historiadora, reconozco que los gobiernos no siempre han apoyado la ciencia. De hecho, hasta la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la ciencia en EE. UU. se financiaba con filantropía privada. Así que no me preocupa que la ciencia desaparezca; es tan antigua como la curiosidad humana. Pero como científica, me entristece profundamente ver a líderes volviéndose contra la ciencia de forma tan imprudente. Esto va a perjudicar a la ciudadanía, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.

¿Está en riesgo la confianza de la sociedad en la ciencia?

Creo que esa crisis de confianza se ha exagerado. La mayoría de las personas, en la mayoría de los países, aún confía en la ciencia. Lo que sí existe son focos de resistencia, grupos que desconfían activamente, como los antivacunas. Eso es preocupante, porque compromete beneficios colectivos como la inmunidad de grupo. Pero también es una oportunidad: si la comunidad científica logra explicar mejor su trabajo, si conseguimos que la gente entienda cómo y por qué se hace ciencia, podríamos salir reforzados de esta crisis.

¿Entonces la credibilidad científica no se está desmoronando?

Los datos no lo respaldan. Hay estudios, como uno reciente realizado en Suiza, que muestran que la mayoría sigue confiando en la ciencia. Pero debemos afinar esa confianza: no se trata de confiar ciegamente, sino de entender qué es la ciencia basada en evidencia y cómo reconocerla. Si enseñamos a la gente a hacerse las preguntas correctas, podrán encontrar la información adecuada.

¿Y cómo se distingue la ciencia real de la falsa?

Una de las claves es reconocer de dónde proviene el conocimiento. La buena ciencia no viene de la industria, ni de think tanks ideológicos, ni de influencers de redes sociales. Proviene de las organizaciones científicas y de los científicos que trabajan con evidencia. Es cierto que las estrategias de desinformación son sofisticadas y pueden engañarnos, pero eso no significa que seamos tontos. Somos víctimas de una manipulación deliberada. Aun así, podemos hacer algo: informarnos mejor y acudir a fuentes científicas, como cuando buscamos naranjas en el supermercado, vamos al lugar indicado. Con la ciencia, debe ser igual.

En sus libros habla de cómo la duda puede ser usada para distorsionar la verdad. ¿Estamos instalados en esa distorsión?

Sí, creo que todos lo estamos. En EE. UU., por ejemplo, muchas personas entienden que el cambio climático es real. Pero una parte importante de los votantes republicanos cree que es solo una variabilidad natural. ¿Por qué? Porque eso es lo que les han dicho sus líderes políticos. Esa es la clave: identificar la desinformación como estrategia política y económica. En este caso, son los intereses de la industria de los combustibles fósiles los que están en juego. No es un error de comprensión: es una campaña para confundirnos y proteger beneficios multimillonarios.

¿Puede haber una regresión del conocimiento científico?

Sí, y en cierto modo ya la hay. El caso de las vacunas es evidente. Hace 20 años, casi nadie dudaba de las vacunas. Hoy, hay un movimiento antivacunas con estructura política coherente, vinculado a sectores de derecha que hablan de “libertad médica”, repitiendo argumentos usados antes por la industria tabacalera. Dicen: “No queremos que el gobierno nos diga qué hacer”. Pero eso es engañoso. Cuando no te vacunas, no solo te expones tú: pones en riesgo a los demás. Es un argumento individualista que ignora el impacto colectivo.

¿Quiénes son las personas que desconfían de la ciencia? ¿Es solo ignorancia o hay algo más profundo?

No es ignorancia, necesariamente. En Mercaderes de la duda mostramos que los principales negacionistas del clima eran científicos brillantes. El problema no era falta de conocimiento, sino ideología. Muchos de ellos creían firmemente en el libre mercado y veían en la regulación ambiental una amenaza a esa ideología. Su rechazo a la ciencia no venía de la evidencia, sino de una defensa dogmática del individualismo económico. Eso es lo que está detrás de muchos ataques a la ciencia hoy: no es un debate técnico, es un choque de visiones del mundo.

¿Por qué dice que la ciencia es vulnerable cuando amenaza a la autoridad?

Porque la historia lo demuestra. Galileo no fue atacado por otros científicos, sino por la Iglesia, la autoridad dominante de su tiempo. Lo mismo ocurrió con los científicos soviéticos que cuestionaron las teorías de Lysenko: fueron perseguidos y encarcelados. Hoy vemos algo similar cuando gobiernos recortan presupuestos, atacan a instituciones científicas o desacreditan evidencias incómodas. La ciencia no siempre es bienvenida, sobre todo cuando revela verdades que desafían el poder establecido.


La voz de Naomi Oreskes resuena con fuerza porque no se limita a defender la ciencia desde la torre de marfil académica. Su visión es crítica, histórica y profundamente política. Entiende que la ciencia no es solo datos, sino una práctica social vulnerable a la manipulación, pero también capaz de generar progreso real si se defiende con inteligencia y valentía. En un mundo saturado de mentiras, Oreskes no solo pide a los científicos que comuniquen mejor, sino que desafía a los ciudadanos a escuchar con más atención y a no delegar el pensamiento crítico. Porque si queremos ciencia de verdad, tenemos que ir a buscarla. Y reconocerla.

Fuente: El País | Autor: Jessica Mouzo

Redacción | Web del Maestro CMF


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