Jonathan Osborne: Mal servicio hacen los profesores a sus alumnos si no se comprometen con la ciencia. Si no la defienden ellos, ¿quién lo hará?

Los intereses de investigación del profesor Osborne incluyen las actitudes y la comprensión de las ciencias por parte de los estudiantes y el público, el discurso en la pedagogía del aula de ciencias y el lenguaje y la alfabetización en la enseñanza de las ciencias. En CSET, el profesor Osborne supervisa el programa de desarrollo profesional Lectura para la comprensión en ciencias, se desempeña como miembro de la junta de CSET y es el enlace de CSET con la Asociación de investigación educativa estratégica (SERP).

Es licenciado en Física por la Universidad de Bristol; un Certificado de Posgrado en Educación de la Universidad de Cambridge; una Maestría en Ciencias en Astrofísica del Queen Mary College, Universidad de Londres; un Diploma de Posgrado en Informática del Politécnico del Norte de Londres; y un doctorado de la Universidad de Londres.

Jonathan Osborne: “Repetimos que hay que fomentar el pensamiento crítico, pero no podemos juzgar lo que desconocemos”

Más que abordar extensos currículos, Jonathan Osborne piensa que el gran reto del profesor de ciencias pasa en la actualidad por enseñar, precisamente, qué es ciencia y qué mera charlatanería con un atractivo envoltorio. Osborne reivindica la figura del experto y anima a que las escuelas inculquen “humildad intelectual” entre sus alumnos. No podemos tener opiniones bien fundadas sobre todo, sostiene, pero sí aprender a identificar de quién nos debemos fiar.

Empezó en los años 70 enseñando Física en institutos británicos. Ya en los 80, Jonathan Osborne ideó su propia fórmula para conjugar sus dos grandes pasiones, para soldar su corazón partido entre la ciencia y la docencia. Decidió volcarse en enseñar a ser buen profesor de asignaturas científicas. Primero en el prestigioso King’s College de Londres. Y desde 2009, en la aún más pretigiosa Universidad de Stanford (California), donde es catedrático emérito de Educación Científica.

Hace cuatro años que Osborne también preside el comité de expertos sobre la parte de ciencia del examen PISA. Recientemente publicó, junto a un equipo multidisciplinar, un informe —con versión en español— sobre cómo servirse de la (buena) educación científica para combatir una de las lacras de nuestro tiempo: la posverdad y sus fake news que se viralizan en las espesas aguas de la desinformación. Osborne estuvo en Madrid invitado por FECYT en el congreso que organizó junto al INTEF la semana pasada

Afirma que el pensamiento crítico está sobrevalorado en educación. Solo podemos pensar críticamente sobre aquello que conocemos bien. Y solo podemos conocer bien unos pocos ámbitos.

Se repite como un mantra: hay que educar a los alumnos en el pensamiento crítico. Yo no puedo pensar críticamente sobre, digamos, el ajedrez. Si no entiendo bien un tema —en especial si es científicamente complejo— no puedo aportar gran cosa. Lo importante es construir una cierta humildad intelectual, que los jóvenes se den cuenta de nuestras limitaciones cognitivas y que, por tanto, aprendan a respetar a los expertos. Podemos enseñar a juzgar la credibilidad del experto, pero no su trabajo científico. Esto cambia por completo la naturaleza de la educación científica. Hay que formar para evaluar a los expertos, no para ser intelectualmente autónomos.

Así que el pensamiento crítico quedaría, en la educación científica, acotado a saber diferenciar entre buena ciencia, mala ciencia y pseudociencia.

En especial a detectar esos mensajes que utilizan argumentos supuestamente científicos para justificar conclusiones disparatadas. No es tarea fácil. Esta mañana eché un vistazo a la página web de una sociedad de terraplanistas; habían publicado algo sobre por qué la teoría de la relatividad de Einstein demuestra que la tierra es plana. Mi reacción instintiva es: “¡Qué basura es esta!”. Pero si no tienes ni idea sobre la teoría de la relatividad, quizá llegues a la conclusión de que hemos sido engañados.

Insiste en la importancia de aprender a identificar consensos científicos. Pero en la mayoría de temas, esto es en sí mismo un gran desafío para el común de los mortales. Creemos saber que hay un consenso porque se dice que hay un consenso.

La gran pregunta es de quién me fío, qué fuentes de información nos resultan creíbles. En ocasiones, son los medios de comunicación, en mi caso el Financial Times: me fío porque llevo muchos años comprobando que publican periodismo de alta calidad. Todos tenemos nuestros fuentes predilectas. Pero si tienes dudas sobre algo, sigue buscando en otros lugares, contrasta, ten (como decía antes) humildad intelectual.

La pandemia ha provocado mucha confusión, con medidas contradictorias supuestamente apoyadas en recomendaciones de expertos. Durante mucho tiempo, la falta de consenso ha sido la norma. ¿Se ha abonado un terreno fértil para una larga cosecha de posverdad? ¿Se ha lanzado un mensaje negativo a las nuevas generaciones?

Ciertamente ha sido un terreno fértil para la posverdad. Pero también para la educación científica, para desmontar esa imagen de certidumbre en torno a la ciencia que se genera en las escuelas. Cuando hacemos ciencia sobre la marcha, ante una situación inesperada y novedosa, lo normal es que exista mucha incertidumbre. Así ha ocurrido con las mascarillas, donde sigue sin existir consenso, con diferentes conclusiones dependiendo de en qué evidencias nos fijemos.

Su propuesta anima a flexibilizar las clases de ciencia para abordar estos temas cuando son más relevantes. Sin embargo, lamenta en su informe, con tanta carga de puro conocimiento se desaprovechan oportunidades como las que nos ha brindado la pandemia.

Los alumnos tienen que aprender que el mundo es complejo y que la ciencia trata de dar respuestas lo mejor que puede. En algunas cosas, digamos las leyes de Newton, hay consenso pero, en otras, no. Quizá en el futuro haya consenso sobre el uso de mascarillas, como ya lo hay, al menos muy mayoritariamente, sobre las vacunas. Pero la gente se volvió paranoica porque hubo una muerte entre un millón, cuando firman sin problemas formularios para operaciones estéticas u otras intervenciones con riesgo mucho más alto. De esto tendríamos que haber hablado en las clases de ciencia durante los últimos dos años.

A la gente le encantan las explicaciones simples porque les gustaría que el mundo fuera simple. Pero resulta que el mundo es altamente complejo
¿Son los nuevos expertos científicos que siguen ahora los jóvenes —tiktokersyoutubers etc— hijos de su tiempo? Ahora se estilan las soluciones (y explicaciones) fáciles para problemas complejos. En política, antes cuestiones sociales, y también en ciencia.

A la gente le encantan las explicaciones simples porque les gustaría que el mundo fuera simple. Pero resulta que el mundo es altamente complejo. No es algo nuevo, siempre hemos buscado explicaciones simples. Lo que cambia es que las redes sociales han dado un megáfono a muchas personas que ofrecen soluciones fáciles a problemas difíciles. Déjeme insistir en la idea de humildad intelectual, en normalizar el estar equivocado —que es más habitual que tener razón— y en que la escuela allane el camino en la búsqueda de verdades científicas.

Nuestras sociedades han exacerbado la importancia de la apariencia. Tener una imagen chula aporta automáticamente —quizá más que antes— mayor credibilidad entre las nuevas generaciones, que han crecido en plena batalla por captar su atención. ¿Está venciendo la superficie al fondo?

Gente que mola, páginas web muy diseñadas… Las clases de ciencias tienen que lograr que los alumnos se pregunten qué se dice por ahí, qué se les pide que crean. Y no se trata, como decía, de fomentar el pensamiento crítico, sino una disposición crítica ante lo que se van a encontrar. Pensemos en Gwyneth Paltrow, que lanza desde su página web hallazgos científicos muy locos. ¡De qué es experta esta mujer! ¡En serio te vas creer lo que dice! Hay que poner a los alumnos a trabajar estas cuestiones colaborativamente, a debatir entre ellos escépticamente. “Aquí tenéis tres páginas web sobre el cambio climático. ¿De cuál os fiais más?”. Este tipo de ejercicios.

Al elegir en clase entre el conocimiento puro y el debate en torno a asuntos científicos, ¿se podrían aprovechar las grandes polémicas históricas (Galileo, Darwin…) para conciliar ambos?

Podría ser una buena idea. El problema es que la mayoría de profesores de ciencias no saben demasiado sobre la historia de sus materias, al menos en EEUU. Ayudaría contar con buenos materiales curriculares sobre este tipo de polémicas históricas. Me viene a la mente otra: la idea de pangea [que todos los continentes formaban originalmente parte de la misma masa de tierra] formulada por [el geólogo alemás Alfred] Wegener. ¿Qué pasó para que fuera rechazada unánimemente en 1912 y aceptada, casi de un día para otro, en 1968? Sería excelente para trabajar en clase esa idea de consenso científico que comentábamos antes.

El mayor problema actualmente es que muchos profesores prefieren, por el cariz político que ha adquirido el tema, no tocar el cambio climático por temor a molestar a algunos padres
Con la creciente influencia del fundamentalismo cristiano en la vida pública, ¿son malos tiempos para la educación científica en EEUU?

Pienso que el movimiento para enseñar en las escuelas, al mismo nivel que el darwinismo, el diseño inteligente [versión pseudocientífica del creacionismo] ha ido perdiendo poder. Hay sentencias que niegan, con extensos argumentos, que eso sea ciencia, por lo que no se puede exigir a los profesores que lo enseñen en sus clases. El mayor problema actualmente es que muchos profesores prefieren, por el cariz político que ha adquirido el tema, no tocar el cambio climático por temor a molestar a algunos padres. Esto me preocupa. Los profesores de ciencias tienen que asumir que son, en cierto sentido, representantes de la ciencia. Tienen la responsabilidad de comunicar qué es una verdad científica y por qué. Han de tomar partido por la ciencia sin pedir perdón a nadie.

De nuevo, la escuela lidiando con problemas que se originan fuera de ella. En este caso, la piel fina de algunos.

No sé en España, pero en EEUU la educación está cada vez más politizada. Y existe una tendencia al alza entre los profesores a no abordar ciertas cuestiones. O hacerlo sin convicción, dando a entender que están obligados a ello. Mal servicio hacen los profesores a sus alumnos si no se comprometen con la ciencia. Si no la defienden ellos, ¿quién lo hará?

En los últimos años han resurgido enfoques científicos sobre cómo mejorar la escuela. Lo que ahora se llama aprendizaje basado en evidencias. ¿Estamos yendo demasiado lejos en nuestro afán por cuantificar una actividad tan multifactorial como la educación?

Las evidencias en educación no son exactamente lo mismo que las que se obtienen en las ciencias naturales. El contexto siempre es variable, es difícil llevar a cabo experimentos de control. Pero sí hay investigación educativa que ha llegado a conclusiones inequívocas. La más famosa, por lo que yo conozco, es una sobre el tiempo de espera cuando los profesores hacen preguntas a sus alumnos. Lo habitual es que no esperen más de un segundo. Pero si esperan deliberadamente hasta tres segundos, la calidad de las respuestas aumenta considerablemente. Pienso que deberíamos seguir investigando lo que ocurre en clase. Sobre todo para profesionalizar la docencia. En cualquier profesión existen acuerdos sobre qué funciona mejor, estrategias que se sabe son efectivas. Si los profesores no poseen ese conocimiento compartido, ese lenguaje común, ¿qué los diferencia de alguien de la calle?

Este contenido ha sido publicado originalmente por El Diario de la Educación en la siguiente dirección: eldiariodelaeducacion.com | Por: Rodrigo Santodomingo



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