Por: Paulo Freire. Otro saber fundamental para la práctica educativa es el que se refiere a su naturaleza. Como profesor necesito moverme con claridad en mi práctica. Necesito conocer las diferentes dimensiones que caracterizan la esencia de la práctica, lo que me puede hacer más seguro de mi propio desempeño.
El mejor punto de partida para estas reflexiones es la inconclusión de la que el ser humano se ha hecho consciente. Como vimos, allí radica nuestra educabilidad lo mismo que nuestra inserción en un movimiento permanente de búsqueda en el cual, curiosos e inquisitivos, no sólo nos damos cuenta de las cosas sino que también podemos tener un conocimiento cabal de ellas. La capacidad de aprender, no sólo para adaptamos sino sobre todo para transformar la realidad, para intervenir en ella y recrearla, habla de nuestra educabilidad en un nivel distinto del nivel del adiestramiento de los otros animales o del cultivo de las plantas.
Nuestra capacidad de aprender, de donde viene la de enseñar, sugiere, o, más que eso, implica nuestra habilidad de aprehender la sustantividad del objeto aprendido. La memorización mecánica del perfil del objeto no es un verdadero aprendizaje del objeto o del contenido. En este caso, el aprendiz funciona mucho más como paciente de la transferencia del objeto o del contenido que como sujeto crítico, epistemológicamente curioso, que construye el conocimiento del objeto o participa de su construcción. Es precisamente gracias a esta habilidad de aprehender la sustantividad del objeto como nos es posible reconstruir un mal aprendizaje, en el cual el aprendiz fue un simple paciente de la transferencia del conocimiento hecha por el educador.
Mujeres y hombres, somos los únicos seres que, social e históricamente, llegamos a ser capaces de aprehender. Por eso, somos los únicos para quienes aprender es una aventura creadora, algo, por eso mismo, mucho más rico que simplemente repetir la lección dada. Para nosotros aprender es construir, reconstruir, comprobar para cambiar, lo que no se hace sin apertura al riesgo y a la aventura del espíritu.
A esta altura, creo poder afirmar que toda práctica educativa demanda la existencia de sujetos, uno que, al enseñar, aprende, otro que, al aprender, enseña, de allí su cuño gnoseológico; la existencia de objetos, contenidos para ser enseñados y aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de materiales; implica, a causa de su carácter directivo, objetivo, sueños, utopías, ideales. De allí su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser política, de no poder ser neutral.
La educación, específicamente humana, es gnoseológica, es directiva, por eso es política, es artística y moral, se sirve de medios, de técnicas, lleva consigo frustraciones, miedos, deseos. Exige de mí, como profesor, una competencia general, un saber de su naturaleza y saberes especiales, ligados a mi actividad docente.
Si mi opción es progresista y he sido y soy coherente con ella, no puedo, como profesor, permitirme la ingenuidad de pensarme igual al educando, de desconocer la especificidad de la tarea del profesor, ni puedo tampoco, por otro lado, negar que mi papel fundamental es contribuir positivamente para que el educando vaya siendo el artífice de su formación con la ayuda necesaria del educador. Si trabajo con niños, debo estar atento a la difícil travesía o senda de la heteronomía a la autonomía, atento a la responsabilidad de mi presencia que tanto puede ser auxiliadora como convertirse en perturbadora de la búsqueda inquieta de los educandos; si trabajo con jóvenes o con adultos, debo estar no menos atento con respecto a lo que mi trabajo pueda significar como estímulo o no a la ruptura necesaria con algo mal fundado que está a la espera de superación. Antes que nada, mi posición debe ser de respeto a la persona que quiera cambiar o que se niegue a cambiar. No puedo negarle ni esconderle mi posición pero no puedo desconocer su derecho de rechazarla. En nombre del respeto que debo a los alumnos no tengo por qué callarme, por qué ocultar mi opción política y asumir una neutralidad que no existe. Ésta, la supresión del profesor en nombre del respeto al alumno, tal vez sea la mejor manera de no respetarlo. Mi papel, por el contrario, es el de quien declara el derecho de comparar, de escoger, de romper, de decidir y estimular la asunción de ese derecho por parte de los educandos.
Recientemente, en un encuentro público, un joven recién ingresado a la universidad me dijo cortésmente: «No entiendo cómo defiende usted a los sin-tierra, que en el fondo son unos alborotadores creadores de problemas.»
«Puede haber alborotadores entre los sin-tierra, —respondí— pero su lucha es legítima y ética.» «Creadora de problemas» es la resistencia reaccionaria de los que se oponen a sangre y fuego a la reforma agraria. La inmoralidad y el desorden están en el mantenimiento de un «orden» injusto.
La conversación, aparentemente, terminó allí. El joven apretó mi mano en silencio. No sé cómo habrá «tratado» después la cuestión, pero fue importante que hubiera dicho lo que pensaba y que hubiera oído de mí lo que me parece justo que debía decir.
Es así como voy intentando ser profesor, asumiendo mis convicciones, disponible al saber, sensible a la belleza de la práctica educativa, instigado por sus desafíos que no le permiten burocratizarse, asumiendo mis limitaciones, acompañadas siempre del esfuerzo por superarlas, limitaciones que no trato de esconder en nombre del propio respeto que tengo por los educandos y por mí.
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