Hace unos días, el director de Secundaria de un colegio concertado de Madrid, y a la sazón profesor de Historia y Lengua, se quejaba de la actitud de algunos padres ante determinados castigos que imponían a sus vástagos en clase. Lo hacía así en una red social: «Cada año me encuentro con una realidad creciente: familias que se niegan a que su hijo cumpla sanción alguna, por mínima que sea, después de haber cometido una falta. Por sistema y sin más explicación que ‘dice mi hijo que no es justo'».
El docente, que prefiere mantener su anonimato, mostraba su sorpresa porque, decía, estos padres insumisos no esgrimían razones más allá que su voluntad que incumplir las sanciones, aunque eso conllevase consecuencias más graves para los alumnos. Ponía y pone, en conversación con Yo dona, diversos ejemplos, como ser impuntual cuatro veces en una semana o jugar al fútbol en el aula y que la pelota acabe volando por la ventana. La sanción correspondiente, quedarse una hora después de las clases, sostiene, no cuenta siempre con la aceptación de determinados padres por lo que, al final, hay dos opciones: o el centro educativo tira para adelante, con una expulsión de varios días, o para atrás, en un forcejeo centro-familia agotador e inane que les deja «indefensos».
«La Administración nos pide que seamos muy rigurosos con las sanciones, que en la Comunidad de Madrid están reguladas en el Decreto 32/2019 [sobre la convivencia escolar]. Les informamos de la legislación y de los plazos para reclamar. Muchas las asumen, pero hay otras que ni respetan los procedimientos ni reclaman y, sencillamente, se niegan a cumplirlas», protesta este director. «Prefieren una expulsión antes que quedarse una hora para hacer deberes e insisten en que el centro educativo no tiene potestad para sancionar, solo ellos, como padres. ¿Qué mensaje les damos a los chicos con esto?», continúa.
¿Es verdad que las familias, y los alumnos, están crecidos? El profesor tuitero, de 42 años, no comparte discursos alarmistas sobre la vida diaria dentro de las aulas: «Llevo muchos años dando clase y creo que ahora la educación está mejor que hace 20 o 30 años, cuando los estudiantes estábamos en clases con otros 40 niños. Hay otros retos, pero en general, los alumnos son más respetuosos que antes y los casos de indisciplina grave son muy puntuales», dice. Y lapida: «Hay muchas familias que son peores que los propios chicos, que solo quieren cumplir la sanción y dejarse de problemas«.
La progresiva degradación de la figura del profesor
Santiago García Tirado (Linares, 1967) es novelista y profesor de Secundaria desde hace 25 años y no comparte esta visión benevolente. Más bien todo lo contrario. Acaba de publicar Profesor(x)s. Un emoji (El viejo topo), un ensayo en el que sostiene que la figura del profesor sufre una progresiva degradación hasta quedar en poco más que un emoji, un pictograma simpático y vaciado de contenido. Considera que la sociedad en general y la educación en particular viven una degradación evidente.
Para él, la irrupción de los pedagogos es la culpable del estado actual de la educación: «Ellos decretaron que al alumno hay que animarlo y respetar sus derechos. Las leyes que lo permitieron han convertido las aulas en espacios amorales, espacios donde los estudiantes pueden hacer y decir lo que quieran y nosotros tenemos que aceptarlo y ayudarlos. No tenemos autoridad», afirma. «Si te mandan a tomar viento o te insultan, no pasa nada. Y esto es muy grave», continúa.
¿Cuál es el resultado de todo esto? A su juicio, el «engorde» de esos niños maleducados, engreídos y machistas que son el caldo de cultivo de lo que se ve en la calle y en las redes sociales: «Luego nos espantan la manosfera [espacios misógenos en internet], la violencia hacia sus novias y el auge de la ultraderecha, pero ese caldo de cultivo lo vemos en clase y no lo castigamos», se queja el profesor. También reparte estopa para los padres: «Ellos forman parte de esta dinámica. Creen que tienen derecho a todo, vienen a reclamar suspensos y consideran que nosotros somos servidores y ellos, clientes».
El discurso de que la educación, como la sociedad, debe modernizarse y cambiar estructuras estamentales no convence a García: «El respeto, el esfuerzo y el trabajo son conceptos que no deberían cambiar. Como dijo Hannah Arendt, hay que poner en esa generación el mundo entero y para ello, tienen que tener valores». No quiere ser un «motivador» de sus alumnos, ni acompañar su tiempo libre. «Cuando haya una crisis social que asuste, algún Gobierno reaccionará y devolverá a cada uno su papel: el alumno, a aprender, y el profesor, a formar futuros ciudadanos», concluye.
¿Autoridad o abuso?
Las familias, ¿qué opinan? ¿Cuál es su versión? María Capellán, presidenta de Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres de Alumnado (CEAPA), pone un contrapunto necesario en el debate y apela a la negociación con las familias. «Las sanciones, siempre que estén contempladas en el reglamento interno de un centro, deben cumplirse, pero deben ser adecuadas. Tienen que ponerse con cabeza», contesta.
Se refiere Capellán a castigos como quedarse después de clase, conocidas como «séptima» o «sanciones de permanencia». «No siempre es tan fácil para los padres y madres ir más tarde a por tu hijo. A lo mejor vives lejos o tienes que recoger a otro niño en otro colegio o, sencillamente, tienes que irte a trabajar. Lo mejor siempre es negociar y hay profesores que son muy reacios a ello», zanja.
Como siempre, hay casos y casos. Y a veces los regímenes disciplinarios de un centro educativo son una red flag tan determinante para una familia como para sacar a los niños del cole. Sandra (nombre ficticio) puso pies en polvorosa después de aguantar durante largos años los castigos que los profesores de un colegio concertado del sur de Madrid imponían a su hijo mayor primero, y al mediano, después. «La disciplina es casi militar y aunque la orientadora siempre habla de refuerzo positivo, en la práctica no lo aplican en absoluto», explica.
Según su testimonio, en 2º o 3º de Primaria ya castigan a los niños con una hora extra de colegio por la tarde si han cometido cinco faltas. Para incurrir en una, basta con dejarse algún ejercicio incompleto, no atender en clase u olvidar un cuaderno. «Si tienes cinco tardes en un trimestre, te cae una expulsión de dos días», cuenta. Su primogénito, ya en la universidad y diagnosticado de TDHA (trastorno por déficit de atención con hiperactividad), recibió numerosos correctivos por sus también numerosos despistes. «Solo podía saltarse el castigo de quedarse por la tarde con un justificante médico. Yo protestaba porque no servía para nada y disponían de mi tiempo o de sus extraescolares», recuerda Sandra.
Gomas para sujetar las piernas
Esta madre se defiende ante la acusación de entrometerse o sobreproteger a sus hijos: «No estoy en absoluto en contra de las sanciones. Yo misma me considero rígida y desde el principio siempre apoyé a los profesores, hasta que cuestioné dónde termina el castigo y dónde empieza el acoso». Y para muestra, reconoce que accedió a que los profesores pusieran una goma elástica de uso deportivo en las piernas de su hijo para evitar su movimiento corporal.
El propio joven, de 18 años, cuenta otras sanciones, como no poder disfrazarse en una fiesta del cole, permanecer de pie sin jugar durante cinco recreos con solo 6 años o no dejarle participar en una actuación musical en el festival de fin de la ESO. También le tocó limpiar el patio toda una semana por dejarse un día un minibrick de leche sobre un banco y no tirarlo a la papelera. «La autoridad del adulto no se cuestionaba nunca», dice.
Cuando Sandra comprobó cómo un profesor también la tomaba con su hijo mediano, dijo «basta». «Hablé con el director y amenacé con denunciarle. Al día siguiente paró de molestarle, pero empezó con otros alumnos. Nunca, jamás, ni a mis hijos ni a mí nos dieron la razón en nada ni se disculparon por nada. Después de muchos años de apoyarlos, me puse de lado de mis hijos y nos fuimos de ese colegio», termina.
Fuente: elmundo.es