Para quienes día a día se paran frente a una sala de clases, esta reflexión no es una novedad, es una confirmación dolorosa: enseñar nunca ha sido fácil, pero hoy exige mucho más de lo que el sistema parece estar dispuesto a entregar.
En un escenario donde el cambio es vertiginoso y la incertidumbre es parte del paisaje escolar, el rol del docente ha sido desbordado. Las exigencias crecen, las condiciones se precarizan y la sociedad parece haber olvidado que sin buenos profesores, no hay futuro posible.
Los datos son claros. Según la Unesco, la demanda por docentes idóneos es apremiante. Sin embargo, lo más grave no es la escasez: es la indiferencia con que se trata el problema. Tener docentes de excelencia no puede seguir siendo una bonita aspiración; debe ser una decisión de país, un compromiso estructural, ético y político.
Hoy, enseñar significa mucho más que transmitir contenidos. Significa ser guía, psicólogo, mediador, mentor, cuidador. Significa navegar en aulas diversas, donde conviven la vulnerabilidad social, la fragmentación emocional y los desafíos del mundo digital. Significa mantener la vocación encendida en medio de una institucionalidad que rara vez cuida al que enseña.
Y mientras tanto, la deserción docente golpea con fuerza, especialmente durante los primeros años de ejercicio profesional. ¿Cómo no? Quienes egresan de las carreras de pedagogía se encuentran con una realidad que no siempre les fue advertida: aulas sobrepobladas, recursos escasos, agresiones normalizadas, falta de apoyo, poca valoración social y sueldos que no compensan la entrega.
La escuela ya no necesita apóstoles ni mártires. Necesita profesionales formados, reconocidos y respaldados. Pero eso solo será posible si reformulamos en serio la formación inicial, las condiciones de trabajo y las oportunidades de desarrollo. La pedagogía del siglo XXI no puede sostenerse con criterios del siglo pasado.
La formación docente debe ser rigurosa, sí, pero también coherente con las realidades escolares. No basta con llenar mallas curriculares de teoría si no hay un puente real entre la academia y la escuela. Necesitamos una vinculación profunda, honesta y bidireccional entre quienes forman y quienes ejercen, porque ahí es donde nace la verdadera innovación.
El problema no es solo atraer más postulantes a pedagogía. El verdadero desafío es lograr que quienes eligen esta profesión no se arrepientan. Que puedan desarrollarse, crecer, especializarse. Que tengan tiempo para preparar clases, no para sobrevivir a ellas. Que la vocación no sea usada como excusa para el abandono estatal.
Y cuidado: si no enfrentamos estos desafíos con seriedad, lo que está en juego no es solo la educación, es el tipo de sociedad que estamos construyendo. La escuela es reflejo y motor de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Y sin docentes preparados, motivados y cuidados, cualquier discurso de futuro se vuelve pura retórica.
Requerimos formar estudiantes que no solo sepan, sino que comprendan, que no solo memoricen, sino que cuestionen, cooperen, creen y respeten. Pero eso solo será posible si quienes los guían tienen a su vez una formación sólida y espacios de bienestar profesional.
Los desafíos de la escuela no se resuelven desde el escritorio, ni con discursos vacíos ni con evaluaciones estandarizadas. Se resuelven con decisiones valientes, con inversión real, con reconocimiento genuino, con estructuras que no ignoren al docente, sino que lo pongan al centro.
Porque al final, la pregunta no es si necesitamos más docentes, sino qué estamos dispuestos a hacer para merecerlos. Y esa respuesta debe ser contundente. Porque mientras algunos todavía debaten si vale la pena invertir en educación, miles de maestros y maestras siguen entrando a sus aulas con más amor que condiciones. Y eso, no es justo. Es hora de que la sociedad esté a la altura del compromiso de sus docentes.
Fuente: El País | Marisol Latorre
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