En el adulto, sometido al fuerte bombardeo de las obligaciones y restricciones sociales, la actitud lúdica no necesariamente ha de estar presente de forma natural, pues ella tiende a perderse -en verdad sacrificada- con los años. Lograr que sobreviva exige una adecuada educación para el tiempo libre, y la existencia a nivel de la sociedad de condiciones que propicien la realización de una efectiva gestión recreativa, como son la disponibilidad de tiempo, de espacios y de recursos, y la posibilidad de confraternizar con personas de iguales intereses, principalmente. Pero, sobre todo, requiere la presencia, en el individuo mismo, de una aptitud lúdica formada desde la infancia mediante la potenciación de aquellos factores de su personalidad que, como la imaginación, el optimismo y la creatividad, determinan una singular voluntad de vivir.
Al analizar la disposición del adulto hacia la actividad lúdica es preciso considerar aspectos que tienden a modificarla. El primero es la diferencia por los sexos como resultado de su comportamiento en la infancia. La destacada pedagoga catalana María de Borja i Solé al referirse a este asunto señaló: «¿Por qué la mujer participa menos en la vida pública, deportes, artes y otros campos…?. Una de las razones es que no ha sido enseñada ni educada para ello. Es decir, como individuo y como grupo han jugado mucho menos tiempo y a mucho menos cosas que sus compañeros, los chicos, perdiendo las vivencias, experiencias, gustos, satisfacciones y aprendizajes verdaderamente significativos que el juego posibilita, permite y favorece«.
Pero además de este antecedente derivado de los esquemas sexistas en la educación por el juego, las responsabilidades hogareñas dejan ciertamente poco margen de tiempo y de voluntad a la mujer para otras acciones que no aparezcan en su programa cotidiano de actividades primordiales.
Un segundo aspecto modificador de la actitud lúdica en el adulto es el derivado de su responsabilidad respecto al juego, bien como adulto-papá-mamá ante el juego de sus hijos, o como adulto-promotor de actividades lúdicas en la sociedad. En el primer caso se trata de una responsabilidad inseparable de la relación familiar, pero que comúnmente es violada con argumentos como la falta de tiempo, o simplemente por la incomprensión de su importancia. Frecuentemente ocurre que madre y padre, inmersos en sus propios mecanismos de escape de la realidad, no prestan la debida atención a la necesidad lúdica de sus hijos, que queda en «tierra de nadie«. Mejor dicho: en la tierra fértil del niño, quien deberá por sí mismo dar riendas sueltas a sus ansias lúdicas, recibiendo a veces en consecuencia la reprimenda de sus mayores, quienes por no cumplir con semejante deber serían los verdaderos merecedores del castigo.
La vida demuestra que tal castigo puede llegar de un modo u otro. La falta de comunicación, las divergencias con los hijos, y hasta el dolor por sus posibles acciones antisociales, es el precio que pueden pagar los padres que no prestaron la debida atención a las necesidades lúdicas de sus hijos, como la más efectiva vía para desarrollar en ellos los valores humanos, la disciplina, el respeto mutuo, la confraternidad y la confianza común que el juego entre padres e hijos puede propiciar.
En el segundo caso, el del adulto-promotor del juego en la sociedad, se trata de una de las misiones más hermosas que puede acometer cualquier persona. Para este singular educador la contradicción juego-trabajo se resuelve de un modo diferente a como para los demás trabajadores, pues si para estos la solución puede estar en convertir el trabajo en juego por los procedimientos y actitudes con que se le asuma, para aquellos el juego resulta fuente y motivo del trabajo, por lo que puede asegurarse que no existe ocupación humana que fluya con mayor alegría y satisfacción. Xenius (Eugenio D’Ors) lo reflejó así en esta imagen: «Un molino de viento chirría en la quietud del mediodía. El solo se hace el trabajo y la fiesta. Es la máquina que trabaja jugando«.
La educadora del jardín infantil, el maestro, el instructor de arte, el entrenador deportivo, el promotor cultural o de recreación, el ludotecario, el animador recreativo, el investigador que busca en la historia de los pueblos las fuentes de su placer lúdico, el creador que extrae de su imaginación un mundo de juegos para todos, el productor capaz de realizar juguetes útiles y hermosos, conforman un ejército de duendes maravillosos a quienes la Humanidad debe en gran medida su grandeza, pues contribuyen a forjar la capacidad creativa en las personas.
Un tercer aspecto modificador de la actitud lúdica en el adulto es el derivado de las condiciones objetivas existentes para su participación, como son el tiempo disponible, el estado de salud, los recursos económicos, el nivel cultural, y la edad, principalmente. El deterioro físico o las limitaciones materiales, entre otras, pueden ser definitivas barreras para acometer la acción lúdica placenteramente, lo cual se agrava cuando en la sociedad no estén resueltos los elementos requeridos a tal fin. Esto debiera ser una de las preocupaciones fundamentales de psicólogos, sociólogos, educadores y políticos, pues de ello depende en gran medida la estabilidad general del colectivo humano.
La desatención a las necesidades de satisfacción plena del adulto, tanto por no poder abordar el trabajo cual una acción grata y estimulante, como por la falta de una adecuada organización del tiempo libre, genera en los individuos no sólo males físicos y mentales, sino frecuentemente actitudes que conspiran contra la buena marcha de la sociedad. El alcoholismo, los juegos prohibidos y ludopatías, la drogadicción, la prostitución, la vagancia, la delincuencia en general… encuentran en semejante situación un muy favorable caldo de cultivo. Y así, la máxima de «mente sana en cuerpo sano» resulta un reclamo para la supervivencia universal.
En cuanto a la vinculación de la actividad lúdica con la edad del adulto, lo más significativo ocurre con la ancianidad. Liberado ya de la obligación laboral, el individuo en su tercera edad sólo debiera tener como propósito esencial llenar con acciones placenteras el mucho tiempo libre del que dispone, en una especie de retorno a la niñez, cuando el juego constituyó su afán principal, incluso al precio de no ser tomado muy en serio por quienes le rodean, excepto por los niños. Para estos, los ancianos suelen ser compañeros de aventuras, lo que explica las generalmente estrechas relaciones de complicidad entre nietos y abuelos, pues unos encuentran así la tan necesaria compañía para sus juegos en el seno familiar, que comúnmente no le brindan sus padres, y los otros tienen la oportunidad de zanjar, en sus descendientes, la deuda contraída con sus propios hijos, cuyas necesidades lúdicas probablemente desatendieron en otros tiempos.
Los ancianos necesitan de esta acción como del aire que respiran, pues para ellos la inactividad acelera la muerte, por lo que la práctica gerontológica vela por la ocupación activa y provechosa de su tiempo libre bajo una máxima que, parodiando la frase cartesiana: “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”… René Descarte), bien pudiera expresarse como: «¡Juego…! luego existo«.
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