[María Palacios Almendro] ¡Ser maestro es más que una profesión!

La vida de un maestro es digna de escribirla en un libro sin fin y con título propio, porque las enseñanzas y aprendizajes nunca terminan, y más cuando ellos han dejado una huella imborrable en nuestro corazón.
Desde pequeña vi a mis padres entregarse completamente a su familia, entrega basada en el amor y sacrificio diario, aunque ellos siempre nos decían que era para glorificar a Dios por tantas bendiciones concedidas. Sin duda alguna, los primeros hábitos, valores y virtudes aprendidos en casa calaron implícitamente en cada uno de nosotros, sus hijos.

Recuerdo claramente las tardes en las que no necesitábamos más cosas que echarnos en el piso y, con o sin libros, empezaban las canciones e historias contadas por mi madre que, a pesar de su cansancio por el trabajo del día, se daba ese espacio con nosotros. Curiosamente, lo que nos contaba no eran las historias o cuentos clásicos famosos (los que ahora conozco muy bien por mis sobrinos y alumnos), sino que mi madre tenía la increíble habilidad para crear e improvisar geniales historias y canciones que incluso ahora se las enseña a sus nietos. No puedo encontrar mejor explicación de creatividad que la aprendida con ella.

Esas pequeñas cosas y alegrías nos dieron siempre la mayor felicidad como familia.

Otra virtud que vi siempre en casa fue la paciencia. Mi madre sin conocer ningún dicho o haberlo escuchado antes, nos llegó a decir que la paciencia es un árbol de raíz amarga, pero que después da frutos muy dulces. Ahora, me doy cuenta de lo importante que es la espera y el sonreír, a pesar de las adversidades y tiempos de sequía.

Otro aspecto que valoro tanto es el orden y memoria de mi padre, a quien le gustaba coleccionar enciclopedias y libros sobre la historia peruana. Cómo le encantaba calcar los mapas y conservar sus cuadernos del colegio, además de su arte para la relojería. Hasta el día de hoy disfruta contarnos las historias familiares, de Sullana, etc.

Todo el tiempo vi trabajar a mis padres, lo que no implicó que dejen de lado su responsabilidad familiar. Su mejor manera de educarnos fue a través de hábitos básicos y de su ejemplo cotidiano. Además, contamos con un apoyo imborrable para nosotros: el de nuestro abuelo Sixto, un maestro para nuestras vidas: Hagan el bien, muchachos, y ayúdenle siempre a sus padres, palabras sabias que hasta el día de hoy practicamos y escuchamos en nuestros corazones. Asimismo, no puedo dejar de lado a mi primera maestra en la cocina, mi abuela Guchita, quien llegó a casa como un ángel para ayudarnos aquellos días en que mi madre estuvo enferma. Sin duda, aprendí junto a ella más que una receta de cocina; su sabiduría solo se adquiere del arte de vivir el día a día.

En casa vimos el amor, sacrificio, pasión, carisma, fe, honradez, responsabilidad, generosidad, etc., que mis padres tenían cuando trabajaban, siendo los más queridos y respetados por todo el barrio, por nuestros vecinos y en los lugares donde vendían. Siempre nos decían que hay que darle lo mejor a los demás con nuestro trabajo, así como nos gustaría que nos lo den a nosotros: ese es el verdadero sentido de servir con amor y alegría.

Ellos no conocían estrategias de mercado, finanzas, etc., pero para nosotros eran los mejores vendedores del mundo. Cuánto hemos aprendido del verdadero arte de trabajar, desde el primero hasta el último de los siete hermanos que somos.

La ilusión por la vida de mis padres la hemos visto en sus ojos y sonrisas hasta el día de hoy. Desde pequeños nos acompañaron en presencia y ausencia, corrigiéndonos cuando era necesario y predicando con su ejemplo.

Por eso, puedo decir con certeza que no he tenido mejores enseñanzas que las de mis padres, nuestros primeros formadores, nuestros primeros guías espirituales.

Podría seguir contándoles sobre todas las virtudes, así como de sus fragilidades; pero también nos enseñaron a ser prudentes y naturales con nuestros talentos, ya que nuestras miserias siempre serán mayores. Ahora sé en qué radica la verdadera humildad, virtud de reconocernos como joyas para Dios, pero sin olvidar que somos seres humanos imperfectos y necesitados de Él y de los demás para crecer.

Estos recuentos han sido necesarios para decirles que mi vocación de maestra siempre estuvo desde pequeña, porque crecí viendo a mis padres y aprendiendo junto a mi familia las mejores lecciones de la vida.

Después, entra en escena el colegio donde me formé desde los cinco años. Pocos recuerdos guardo de mis días de jardín, pero definitivamente fueron muy sencillos y felices.

La etapa de primaria siempre resulta muy significativa e inolvidable, las enseñanzas imborrables de mis primeros maestros siempre te marcan, experiencias inigualables que fueron compartidas con mis amigos de carpeta y de la vida.

Me encantaría detenerme para contarles sobre mis profesores, quienes no solo con clases me enseñaron, sino, sobre todo, con cariño, paciencia, ejemplo y confianza. Sé que estos ingredientes pueden cambiarte la vida, incluso más que una lección académica.

Solo darle las gracias eternas a cada uno de mis maestros, especialmente a los amautinos de Sullana, a quienes todavía veo en sus ojos su ilusión por enseñar, a quienes todavía los veo apostar por alguien que los necesita, por los más fuertes y más débiles; a quienes he ido a visitar y me han dado el abrazo más genuino que una persona puede darte, y alegrarse tan solo por saber que su obra en ti tuvo buenos frutos.

Quiero agradecerle a una maestra especial, mi profesora Mary Curay, quien apareció como un ángel en mi vida y se fue al cielo como tal. Nunca olvidaré que, a pesar de mis limitaciones escolares, apostó por llevarme a un concurso de inglés donde no gané, pero fue esa ocasión en la que ella me miró y me dijo: “Tú lograrás grandes cosas, solo esfuérzate y sigue adelante”. Gracias a ella pude valorar el esfuerzo y la lucha por los sueños.

Me encantaría nombrar a todos, y pido disculpas si no lo hago como tal. Pero que sepan que cada uno de ellos ha dejado su huella en mi persona y siempre los tendré en mis oraciones.

Tuve que esperar 11 años para iniciar el camino de mi vocación y decirle a toda mi familia que quería estudiar Educación. Prefiero no entrar en mayores detalles, porque me bastaron dos cosas para tomar esta decisión: el amor por enseñar y la paciencia que implicaba hacerlo, aunque cuánto me faltaba para ser más paciente conmigo misma.

Mi familia apoyó mi decisión sin necesariamente estar de acuerdo en ese momento, especialmente mis hermanos que hasta el día de hoy son pilares de fortaleza y ejemplo a seguir.

Ha pasado el tiempo y ahora todos (incluyendo a mis cuñadas y sobrinos) nos vemos felices con lo que decidimos hacer, compartiendo en familia las experiencias de nuestras profesiones y/o trabajo. Mi caso ha resultado especial por ser la única hija mujer, alejada de las estadísticas, créditos, construcciones, pilotes, puentes, planos, minerías, etc.; asuntos y talentos propios de mis hermanos. Sin embargo, en la familia, también hubo un maestro y hermano antes de mí, Elberth, “el tigre de las matemáticas”; él me apoyó en la defensa de esta noble labor, y lo sigue haciendo desde el cielo.

Siempre estoy agradecida con mis seis hermanos, por su ejemplo, enseñanzas, por confiar en mí y apoyarme incondicionalmente. Ellos me dicen que puedo dar más en cada acción que realizo, y que es la oportunidad para dejar algo mejor en este mundo, haciendo las cosas bien y

levantándonos con mayor fuerza. Son ellos los que me enseñaron a no conformarme y luchar por ser mejor cada día.

Llegó la etapa universitaria, tan esperada por los jóvenes que al igual que yo deseábamos experimentar los primeros pasos de independencia y libertad. Como es lógico, ese camino tiene victorias y también caídas que muchas veces duelen más. No obstante, es parte del proceso de maduración y formación de todo joven. Además, es el momento de poner en juego todo lo que nos han enseñado en casa: principios, virtudes, valores, consejos, etc. Y es evidente que hay que ir incluso contracorriente; antes bien, estos procesos y momentos de la vida son necesarios para conquistarnos y ser mejores.

En este espacio, también quiero hablar de mis grandes maestros de la universidad:

Admiré las mentes claras y preparadas de cada profesor de mi facultad; el paso siguiente fue mirarlos mucho, tanto en clase como en sus oficinas, pasillos, reuniones, etc. El rigor académico siempre estuvo presente y lo admiro hasta el día de hoy. Sin embargo, es cierto que este aspecto no basta para que un maestro deje huella en un estudiante. Se necesitan más ingredientes como el amor, la pasión, creatividad y la ilusión por lo que haces, por nombrar de los más esenciales de la vocación de un verdadero educador.

Dictar clases no era mi objetivo final cuando terminara mi carrera; necesitaba saber qué era necesario para hacer de mi vocación una mejor obra humana. A Dios gracias, conté con buenos maestros, a quienes les debo mi agradecimiento eterno por ayudarme a descubrirlo; por enseñarme que detrás de una clase de Lengua, Gramática, Redacción, Literatura, Didáctica, Historia, Psicología, Pedagogía, Filosofía, etc., hay personas a quienes ayudar y formar. Admiré su coherencia de vida demostrada en pequeños detalles como el saludo, conversación, una felicitación, una sentencia, una reflexión, un texto, una carta, un café o por una simple y reparadora sonrisa. Estas cosas no se ven solo en el aula, sino también fuera de ellas.

Por estas razones, es maravilloso que hasta el día de hoy pueda verlos para contarles mis experiencias profesionales y personales, tal como lo hacemos con un buen amigo y maestro. A ellos decirles que siempre estarán encomendados y en mi corazón agradecido.

Actualmente, llevo siete años y medio ejerciendo mi profesión; a veces cuento los días, a veces prefiero no hacerlo, ya que siento que es poco y me faltaría más de una vida para terminar de aprender sobre esta vocación. Tengo la bendición de haber encontrado en mi trabajo a personas geniales, quienes verdaderamente han confiado en mí y a quienes estoy agradecida por su amistad y las oportunidades brindadas.

Soy joven y estoy llena de sueños, proyectos e ideales; en estos años he podido lograr cosas que nunca imaginé, aunque son las experiencias vividas y compartidas las que te hacen crecer, servir mejor y te acercan a la felicidad plena de vivir el día a día.

Soy una persona común, una maestra ávida de aprender y crear oportunidades; una mujer con defectos y virtudes, que disfruta y se emociona por las pequeñas cosas, como caminar, meditar, viajar, escuchar música, leer un buen libro, ver una película, bailar, charlar, cocinar, jugar con mis sobrinos, ver tenis o fútbol, pasear, visitar, reír como niña y con la mejor compañía, entre tantas cosas más.

Además, agradezco a quienes tienen la generosidad y paciencia para escucharme y hablar casi siempre de estas cosas; les agradezco por confiar en mí, por permitirme aprender de ellos, por ayudarme a levantarme después de mis caídas y verme con sus ojos de cariño.

Sin duda alguna, son las personas más geniales que conozco, amigos, guías, son maestros del hacer.

Ahora, puedo darme cuenta de que mi ilusión y amor por formar a pequeños y grandes es cada vez mayor; sueño mucho, pisando más firme y mejor acompañada por los de siempre; además, creo que es lo debemos realizar con los dones que Dios nos ha regalado.

La aventura de enseñar tiene mucho de magia y más sentido del humor, aunque tengamos esos días en los que queremos tener vacaciones eternas y también asumamos, muchas veces, el rol de segundos padres en la escuela. Definitivamente, el buen humor y creatividad son esenciales para aceptar las brillantes ocurrencias de nuestros alumnos, aun cuando parezcan no tener sentido. Sin embargo, también son esos momentos precisos para formarlos y corregirlos de la mejor manera. Es verdad que nuestros alumnos nos prueban de todas las maneras posibles, de ahí que llevamos en nuestra frente las palabras sabias: paciencia y buen humor; gracias a estas dos formulitas mágicas nuestro día a día es más llevadero. Y, aun así, es fascinante educar.

Definitivamente, enseñar es un arte y el tiempo puede convertirse en nuestro mejor aliado; es lo que sucede cuando nos encontramos a nuestros ex alumnos que te saludan con una sonrisa y con tanto cariño, o te hacen recordar alguna palabra o anécdota que compartieron contigo en la escuela. Para un maestro son los regalos más preciados.

La carrera de educación es apasionante, pero profundamente ética, porque tratamos de ayudar a niños, adolescentes y jóvenes, quienes están deseosos de aprender nuevas cosas, de compartir sus sueños, sentimientos, alegrías, decepciones, dudas, valores, anhelos, victorias y caídas. Soy la primera en decir que humanamente he podido equivocarme en mi andar y es natural reconocerlo, e incluso decirles a mis alumnos que puedo fallar una y otra vez; pero más importante es levantarse para volver a empezar, y estar dispuesta a ayudarlos incondicionalmente.

Sé que en el mundo actual el reto de ser maestros es cada vez mayor y necesitamos mantenernos firmes, seguros e íntegros. Por eso, la ilusión de serlo nos mantiene siempre vivos y apasionados, exigiendo, pero también siendo flexibles y más creativos en nuestras clases; escuchando más y hablando menos, predicando con el ejemplo sin recurrir a la dureza; siendo líderes y confiables, siendo más humanos y menos instructores.

Tratemos de redescubrir nuestra vocación, de mirar a nuestros alumnos con amor y esperanza para sacar lo mejor de ellos y aliviar sus pesares. Realmente cuando nos dedicamos a hacerlo quedamos maravillados de todo lo que nos pueden enseñar. Hay que recordar que esa es nuestra meta a largo plazo: si ellos son felices, nosotros también lo seremos.

Quiero agradecerles a mis alumnos de hoy y siempre (pequeños, grandes y más grandes), a quienes los tengo cerca o más lejos, por enseñarme a ser y dar lo mejor cada día; por compartir parte de sus vidas al igual que ustedes de la mía.

Gracias a mis padres amados, porque desde pequeña me prepararon para la vida; gracias madre, porque tu sueño guardado, tu hija lo hizo realidad y es indudable que continuaré aprendiendo de ti, mi gran maestra.

Gracias a mis maestros de las aulas, del camino, de los viajes, de los encuentros; a mis colegas y amigos; a quienes me guían desde arriba. Gracias al Maestro de maestros por renovarme cada día y ser mi mejor modelo.

Es momento de terminar este escrito que puede estar incompleto e imperfecto. Pero solo quería compartir mi mejor historia con quienes me conocen y tienen tiempo de leerlo; con quienes están pensando en ser profes y con quienes ya lo son. Este es un pedacito de tantas historias que existen sobre esta vocación.

Cierro y lo hago, como en otras ocasiones, con las palabras de mi gran maestra y amiga, Inés Arteaga: “La verdadera tarea educativa es aquella que se brinda con amor, entusiasmo, ilusión y creatividad”.

Por todo esto y mucho más, ser maestro es más que una profesión.


Autor: Mgtr. María Elisabet Palacios Almendro.
Profesora, capacitadora regional y colaboradora en su “Alma Mater”, la Universidad de Piura. 
Localidad: Sullana, Piura – Perú. 

Facebook: mariaelisabet.palaciosalmendro

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