En Afganistán faltan profesores y los niños no van a la escuela por la guerra

Algunos estudiantes no van a la escuela, ordinariamente, por problemas de salud, familiares, etc., y en contadas ocasiones por problemas sociales ajenos al mundo escolar: huelgas, protestas, desastres climatológicos, …; que afectan el proceso de sus estudios.
La BBC Mundo publicó hace unos días: “Emilia no fue a clase este miércoles, pero entregó por internet un cuestionario para la asignatura de Historia de Venezuela. La joven de 15 años no estudia a distancia, pero casi. En el mes de abril sólo ha pisado su elitista escuela de Caracas en tres ocasiones.

Y no por las vacaciones de Semana Santa, sino por las protestas tanto de la oposición como del gobierno que desde hace casi un mes agitan la capital y toda Venezuela” (Daniel García Marco). UNICEF afirma que “Más de 25 millones de niños con edades comprendidas entre los seis y los quince años no van a la escuela por la guerra y los conflictos que se viven en 22 países del mundo, según ha denunciado el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia” (LA INFORMACIÓN, 25/04/2017). “Los niños y las niñas de Colombia que acuden a colegios públicos llevan más de un mes sin ir a clase” (El País).

Afganistán quizá está muy lejos de muchos de nosotros, en alguna parte del mundo, o no está en el horizonte de nuestra atención, o es difícilmente ubicable en los mapas de nuestros libros, o globo terráqueo de la escuela; o más lejos todavía de nuestra conciencia de “aldea global”. Pero vale la pena saber que es un país sin salida al mar, ubicado en el corazón de Asia; que sufre por la pobreza y la corrupción, que es el país más peligroso donde pueda vivir una mujer; y que tiene dificultades significativas en la educación, debido a la falta de financiación; sólo tiene unas 9,500 escuelas (la mayoría inseguras), padece la falta de profesores y sobrelleva algunas reglas culturales, que hace que algunos padres no dejen a sus hijas ir a clases con un hombre (cf Wkipedia). También sería bueno conocer un poco él, porque allí viven niños y jóvenes, como nuestros hijos y como nuestros estudiantes, con falta de profesores; con carencias y dificultades, igual o peor que las nuestras, y tienen esperanza e ideales.

Nos permitimos aproximarnos (un poco) a la realidad educativa afgana, por el testimonio de cinco niños y jóvenes, a través de la publicación de El New York Times, en un reportaje elaborado con la colaboraron de Fahim Abed, Mujib Mashal y Zahra Nader desde Kabul; Taimoor Shah desde Kandahar; Nahim Rahim desde Kunduz; y Khalid Alokozay desde Jalalabad; y que compartimos con fines únicamente educativos – pastorales, porque frases como “también quiero ir a la escuela, pero no va a suceder”, “estoy preocupado por mi futuro y mi educación”, “cuando veo a los niños que van a la escuela, siento que yo también debería ir”, “no voy a la escuela porque no tenemos dinero para pagar los gastos escolares” y  “si no voy a la escuela, no seré nada en el futuro”; nos pueden ayudar a reflexionar, entre nosotros y con nuestros estudiantes, para valorar lo que tenemos, sentir la responsabilidad de  mejorar lo que debe mejorarse y no claudicar en la lucha que asumimos para no perder lo andado; para creer con optimismo que si sembramos hoy, en el corazón de nuestros niños y jóvenes la importancia de su formación integral, pronto se invertirá más en la educación que en la compra de armas, y al fin nuestra sociedad volverá a (re)valorar la trascedente tarea del docente.

Los testimonios de Bakhti, Imamuddin], Raqibullah, Zahid y Llina, nos acercan a estos niños afganos, que forman parte de los que no podrán recibir educación por el aumento de la violencia y la pobreza; y que nos cuentan, con su inocencia y sus dudas, qué piensan sobre ese “no poder ir a clases”.

Lina, de 12 años, es de la provincia de Kapisa, en el noreste de Afganistán; sin embargo, hace siete años sus familiares fueron desplazados debido a los enfrentamientos. Ella vive en un campo de refugiados en Kabul. Fue a la escuela durante tres años antes de que la sacaran.

Me gustaba mucho ir a la escuela, pero no tenemos suficiente dinero para comprar cuadernos y otros útiles. Nuestros parientes están enojados con nosotros por dejar la escuela, pero sin cuadernos no era posible estudiar ni hacer tarea.

Si no voy a la escuela, no seré nada en el futuro; si voy a la escuela, puedo convertirme en doctora. Quiero ser doctora.

Aquí vivimos en tiendas de campaña, tenemos dos. Yo duermo con mis cinco hermanos y hermanas en una, y mi padre, mi madre y dos hermanas pequeñas duermen en la otra.

Desayunamos las sobras de la cena del día anterior, si quedan. Si no, comemos pan y té. Después de desayunar, traigo agua del pozo que está a una hora de camino a pie. Conseguir agua potable para nuestra casa es mi responsabilidad; traigo agua en una carretilla, en estos pequeños barriles, dos o tres veces al día. También recolecto pequeños pedazos de madera y plástico para quemarlos y calentar nuestra casa.

Zahid, de ocho años, es de Srukh Rod, un distrito al este de la provincia Nangarhar. Él y sus hermanos ayudan a su padre a recolectar restos de metal en Jalalabad, una ciudad cercana.

Toda mi familia duerme en un cuarto que rentamos por 25 dólares mensuales. Después de levantarme, me lavo la cara y desayuno té y pan; después tomo mi costal y me voy al mercado.

Durante el día, recojo restos de metal, madera y papel. A la hora del almuerzo, espero frente a una panadería donde el panadero o alguien más me obsequia un trozo de pan que comparto con mi amigo o mi primo.

Vendemos lo que recolectamos durante el día por 20 centavos, después llevo el dinero a casa y compramos té, azúcar o algo más. Lo máximo que gano en un día son 50 centavos.

No voy a la escuela porque no tenemos dinero para pagar los gastos escolares. Los 20 centavos que gano son para comprar azúcar y té.

Mis parientes y amigos van a la escuela, y cuando los veo me dan ganas de ir y estudiar. Si vas a la escuela, tendrás un buen futuro. Si no vas, no.

Raqibullah, de 12 años, es de un pueblo a las afueras de Tirin Kot, una ciudad en la provincia Oruzgan, al sur de Afganistán. Su padre murió hace año y medio tras el estallido de un aparato explosivo improvisado. Después, Raqibullah se mudó a Tirin Kot.

Cuando estaba en el pueblo, iba a la escuela, pero ya no hay escuelas allá. Solo estudié hasta cuarto año, pero puedo leer y escribir.

Ahora vendo dulces en un carrito para alimentar a mis hermanos. Tengo tres hermanos y tres hermanas y todos vivimos juntos. Mi hermano mayor tiene 14 años y la más joven de nuestra familia es mi hermana de 4 años. Mi hermano mayor también trabaja conmigo.

Si mi padre estuviera vivo, no tendría que pasar el día en el mercado.

Mis primos aún viven en el pueblo donde ya no hay escuela; pero aquí los niños del barrio van a escuelas privadas y públicas. Cuando veo a los niños que van a la escuela, siento que yo también debería ir. Sin embargo, tengo que ganar dinero para poder alimentar a mi familia y pagar la renta.

Bakhti, de 13 años, es de la ciudad norteña de Mazar-i-Sharif. Su madre murió de hepatitis B hace tres años. Su padre, que trabaja como jornalero en Irán, la dejó a ella y a sus hermanos pequeños con su tío en Kabul.

Me levanto a las seis de la mañana. Después de desayunar, hago los quehaceres de la casa: limpiar, barrer dentro y fuera, lavar los platos. Si una alfombra está en proceso, entonces tengo que ayudar a tejerla.

Por cada alfombra, gano más o menos 80 centavos de propina. El resto del dinero va para los gastos de la casa. La última vez que me dieron los 80 centavos me compré un peine y medias para mis hermanos.

Cuando vivía en Mazar, estudié hasta el cuarto año. Cuando nos mudamos a Kabul, fui a la escuela por casi tres meses, pero lo dejé. Las clases no eran como las que tomaba en Mazar. Los estudiantes no se portaban bien, eran muy violentos. Me apodaron la “niña rara”.

También dejé de ir porque mis dos hermanos se quedaban solos. Tengo miedo de que se pierdan, así que tengo que quedarme y cuidarlos. Si mi madre estuviera con nosotros, yo estudiaría; pero ya no puedo.

Mis primos van a la escuela. Los que van a la escuela se ven bien. También quiero ir a la escuela, pero no va a suceder.

Imamuddin, de 15 años, es del distrito Charchino en la provincia Oruzgan. Después de intensas peleas en el distrito, que ahora es controlado por los talibanes, su padre se llevó a la mitad de la familia a Tirin Kot.

Estudié hasta quinto año en nuestro distrito, pero las escuelas cerraron hace un año por los enfrentamientos, y ahora los talibanes controlan nuestro pueblo. Había peleas todos los días, ni siquiera podíamos salir de casa.

Mi madre y mis cinco hermanas aún están en el distrito; estamos tratando de traerlas lo antes posible. Vivimos en una casa rentada de tres cuartos y pagamos de renta más o menos 60 dólares al mes.

Mi padre, mis dos hermanos y yo compartimos un cuarto. Es invierno y para calentar un solo cuarto se necesita mucha madera.

Mi vida aquí es difícil porque no hago nada. Estoy muy aburrido. Me alegro cuando anochece porque finalmente puedo dormir.

De verdad quiero convertirme en doctor y ayudar a la gente. Le he pedido a mi padre que me mande a clases de inglés en Tirin Kot, pero no le alcanza para pagar las cuotas. Estudio con mis libros viejos de la escuela, pero ya he completado cada libro varias veces.

Quizá comience a trabajar o nos mudemos a otra provincia donde podamos encontrar una mejor vida. Estoy preocupado por mi futuro y mi educación. La vida era buena en el distrito: teníamos tierra y orquídeas, escuelas y compañeros de clase… pero aquí no conocemos a nadie. Los enfrentamientos nos han quitado todo.

¿Qué opinión le merecen estos testimonios? ¿Cree que podemos usarlos como recursos para una reflexión con nuestros estudiantes? ¿Valoramos objetivamente nuestra realidad, o siempre vemos “medio vaso vacío”?

PUEDE LEER EL ARTÍCULO COMPLETO: LOS NIÑOS AFGANOS PRIVADOS DE EDUCACIÓN HABLAN DE SUS MIEDOS MÁS PROFUNDOS

REDACCIÓN WEB DEL MAESTRO CMF
FUENTE: THE NEW YORK TIMES



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